Por Mario Jiménez

En una mañana de domingo, las puertas del Teatro Valle-Inclán en Lavapiés nos presenta una estampa no demasiado habitual en los teatros públicos: Familias completas esperando a que las puertas se abran para poder acceder a la Sala Mirlo Blanco. En ella nos estarán esperando una actriz, un músico y multitud de objetos en un espacio vacío. Si alguien puede usar el poder de la imaginación para dar un valor extracotidiano a aquellos elementos que, ante ojos comunes, pueden no tenerlo, son los niños (y los actores). 

Se apagan las luces sobre una sala que, aunque pequeña, se aleja de estar llena. Tal vez ver un espectáculo teatral a la una de la tarde de un domingo no es un horario excesivamente acertado. O quizá responda a una falta de promoción del programa titerescena. De todos modos, ese asunto no es el que nos ocupa en este mismo momento.

Las luces se apagan. El espacio, hasta el comienzo de la función habitado exclusivamente por una serie de objetos sin aparente relación, ahora es ocupado por una actriz y un músico. Este último se mantendrá siempre en un segundo plano a lo largo del espectáculo, sin dejar de apoyar a su compañera (muy brillantemente) y sin robarle el foco. Un cartel de «Se Vende» se coloca en uno de los objetos de la propiedad. La actriz visita cariñosamente los distintos enseres, que le evocan olores, relaciones y recuerdos. De pronto todo parece contextualizarse. ¿Estaremos, tal vez, en el desván de una propiedad familiar en venta? Sobre esta premisa iniciaremos un viaje por la historia de los antepasados de nuestra protagonista: esa serie de recuerdos que bañan la esencia de este desván que pronto dejará de pertenecernos. Un viaje con tintes de humor, poesía y mucho amor. Vayamos por partes.

Lo primero que me gustaría destacar es que, a pesar de que el espectáculo se encuentra dentro del marco  Títerescena del Centro Dramático Nacional, este no es un espectáculo de títeres tradicional. No nos encontraremos marionetas, guiñoles, títeres articulables ni figuras con una forma preconcebida a la que tener que dar vida. Sí seremos testigos de un minucioso y precioso trabajo de manipulación de objetos y de cómo estos se van transformando en diversos símbolos en consecuencia con las necesidades de la narrativa. Una narrativa episódica, en forma de sketches, que nos permite transitar los distintos episodios de este baúl de los recuerdos. La polisemia objetual se completa con una mímesis entre actante y elemento, donde manipuladora y objeto manipulado se funden en uno solo.

Itziar Fragua desprende frescura, nostalgia, ingenuidad y ternura por los cuatro costados. Se relaciona con el público desde un lenguaje que es fácilmente reconocible para adultos y pequeños: el del juego. Y algo que puede parecer una trivialidad, no lo es: consigue jugar como si de una niña pequeña se tratara. Tiene una pasmosa facilidad para manejar su cuerpo con el mismo antojo que los objetos que manipula, haciendo a ambos igual de expresivos. Nos devuelve a la infancia y nos lleva de la mano por un recorrido que, seamos de donde seamos, nos resultará reconocibles a todos. Y todo esto lo hace con una gran técnica en los tres grandes principios de la interpretación: Cuerpo, Voz y Sensorialidad. Un ejercicio de teatro integral donde los haya.

La estética está protagonizada por una mirada poética y retrospectiva, acompañada en gran medida de la tradición popular vasca. Una pantalla con proyecciones nos ayudarán a situarnos, junto con el espacio sonoro generado en un riguroso directo por un muy acertado Roberto Castro, en cada una de las escenas. En este apartado, como escenografía viva, no podemos dejar de hablar de todos los elementos presentes: Un cántaro, un baúl, una escalera, un cesto, telas, una horca y un rastrillo. Todos ellos se mantendrán escaso tiempo siendo su yo original, para pasar a ser transformados por la imaginación de nuestro personaje. Esta niña que juega con aquello que se presta. Destaco la escena de amor entre el rastrillo y la horca.

El espectáculo es eminentemente enternecedor y se aleja de los clásicos infantilismos usados para contentar a un público con el que difícilmente se consigue dar la clave (tal vez por esa premisa tan errónea de que el teatro infantil debe ser simple y edulcorado). Sin embargo, sí que considero que la naturaleza de este montaje tal vez no haga de los más pequeños espectadores su principal público. Las atmósferas que se generan tienden a ser lentas (porque hay que transitar por ellas) y a darse demasiado tiempo, a excepción de las escenas cómicas que son un divertimento total. He ahí el riesgo a la hora de mantener la atención de espectadores tan neófitos.

Este no tan pequeño espectador disfrutó mucho de la ternura que desprende la pieza. Y me pareció vivir que los adultos que me acompañaban en la sala, también. La manera de relacionarse de los más pequeños era mucho más primigenia y genuina: venía dada por la sopresa de ver a esta talentosa mujer convertir (a los objetos) y convertirse en los diferentes personajes que participan en la función. Una mirada de ilusión que, si bien no es fácil de mantener en los cincuenta y cinco minutos que dura el espectáculo, estuvo presente en algún momento en cada niño de la sala.

                                                             Por Mario Jiménez

 

 

 

 

DATOS TÉCNICOS:

Vista el 19 de febrero de 2023 en el Teatro Valle-Inclán 

Duración: 55 min.

Edad recomendada: Público familiar a partir de 6 años

Dirección y Dramaturgia: Markeliñe

Interpretación: Itziar Fragua

Música: Roberto Castro

Vestuario y Atrezzo: Marieta Soul

Ilustraciones: Eli Pérez Fernández

Animación: Paco Trujillo

Coordinación: Jon Kepa Zumalde

Producción: Joserra Martínez

Fotografía:  Luis Antonio Barajas.

 

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