Por Sara Barquilla
El buen perfume se vende en frasco pequeño. Sucede a menudo, en esta vida actual hiperestimulada, que no somos capaces de ver algo si no nos lo enfocan con un luminoso. Sin embargo, ese foco no implica que algo sea bueno. Esto, hay que demostrarlo. Y si lo es, no necesita más adornos o aderezos. Simplemente ser, mostrarse.
La apuesta de Jorge Dutor, Guillem Mont de Palol y Cris Blanco se titula “lo pequeño”, con minúscula inicial, para que sea más pequeño. Pero esa pequeñez se convierte en grande conforme avanzan los minutos en escena. Los actores apuestan por la sencillez de principio a fin. Y el público poco a poco va sumándose a su propuesta a través de risas, palmas, aplausos e incluso baile. Lo llaman “pequeño”, pero se crecen sin complejo alguno.
No nos cuenta una historia “lo pequeño”. Los tres actores se hallan en un espacio interior, que dispone de una mesa y tres sillas, pero carecemos de más datos. Sin embargo, no importa. El lugar es absolutamente imprescindible. Solo están. ¿Y qué hacen? Pues teatro en el sentido más esencial: juegan con las palabras, buscando conexiones lingüísticas, divertidas, locas, inconexas; juegan a transformarse en objetos anodinos como una silla o una patata frita; juegan a los bodegones, y juntos son un bote de pepinillos o un camping. En definitiva, hacen juego dramático experimentando con el texto y la representación.
Esta puesta en escena despierta la hilaridad. La sucesión de representaciones random van despertando en el público la sonrisa, la carcajada, el aplauso. Es un humor absurdo por básico e incoherente (¿quiénes son estos tres y a qué juegan?). Pero este concepto también va relacionado con el teatro del absurdo: los silencios, los vacíos, la nada. Pero esta no se llena de angustia existencial, sino de risa cómplice, de carcajada espontánea, de mirada elocuente.
Al principio, el espectador está desconcertado, a la búsqueda del hilo argumental; pero los minutos le enseñan que no hay nada más, que son ellos tres y están haciendo pruebas: algunas son graciosas; otras, extrañas; aquellas, disparatadas. Cuando se asume que es eso y nada más, se empieza a disfrutar del espectáculo, se aviva el deleite ante una apuesta sencilla, sin mayor ambición que recorrer los vericuetos de la imaginación.
Una vez presentadas todas esas pruebas escénicas, se accede a la región de lo colectivo. Los tres actores se necesitan mutuamente para crear un número musical. Individualmente, lo intentan; colectivamente, lo consiguen. Y a partir de ahí, llegan los tres números individuales, donde cada cual saca lo mejor de sí y arranca las carcajadas más sublimes.
El elemento de apoyo fundamental del espectáculo es la música y el sonido. Los números colectivos parten de temas musicales muy conocidos de los años ‘80 y ‘90, que empatizan con el público adulto de la sala por la acertada elección de los mismos (¿quién no ha bailado Snap o ha cantado a voz en grito el gran éxito de Sergio Dalma?). Esos instantes despiertan la curiosidad de los pequeños que no entienden por qué sus acompañantes adultos conocen ya las canciones (si los personajes afirman ser sus creadores).
Además de la música, llegan sonidos de un exterior que nos hace preguntarnos dónde están, qué hay más allá de esa ficción que no lo parece. Estos sonidos están relacionados con las tres puertas del fondo y allí se dirigen los personajes que a veces deciden irse. ¿Por qué se van? No sabemos, simplemente se marchan y, cuando aparecen, ofrecen algo nuevo al grupo y retoman el proceso creativo. ¿Y dónde conducen esas puertas? No importa el lugar, pero han activado el mecanismo fundamental: la imaginación.
El pequeño espectador era un cuarto del total de la sala y de edades variopintas, desde los tres años hasta los trece o catorce. El título de la obra da pie a pensar que se dirige a “pequeños”; sin embargo, la mayoría de la sala era adulta y se reía tanto o más. Eso sí, en diferentes momentos, como si el humor se colocara en capas superpuestas. El pequeño espectador captaba capas inaccesibles a los mayores y se sentía tan a gusto que en momentos interpelaba a los personajes como si se tratara de un espectáculo infantil. E insistía en su aportación, sin entender por qué no recibía respuesta.
En unas fechas como estas, pleno diciembre, con las navidades a la vuelta de la esquina, en estos días de excesos y abundancias, se agradecen las apuestas sencillas, aquellas que buscan la esencia y nos abren la puerta a la imaginación para poder disfrutar de lo pequeño.
Por Sara Barquilla
DATOS TÉCNICOS:
Vista el 18 de diciembre de 2022 en Teatro Conde Duque
Creación e interpretación
Cris Blanco, Jorge Dutor y Guillem Mont de Palol
Sonido y coordinación técnica
Carlos Parra
Iluminación
Jorge Dutor
Vestuario
Jorge Dutor
Producción
Nuevas Escenas de La Pedrera con la colaboración del Mercat de les Flors
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