Por Luis Pradilla
Rien à dire, salvo que Leandre Ribera es de otro planeta, concretamente de uno color mostaza.
No es la primera vez que le vemos. En la anterior ocasión hacía teatro de calle en Lavapiés, junto a una puerta colocada de pie en medio de una plaza, sin paredes ni techo.
Qué temazo es una puerta. Algo muy serio y muy gracioso, sobre todo si aparentemente no hay nada que la sujete, si se puede pasar de un lado a otro por fuera, pero no por dentro. Atravesar esa puerta que te vuelve loco es la tontería más grande del mundo y filosofía pura a la vez. Un instante entre el sueño y la consciencia, la barrera entre nosotros y los demás.
Han pasado unos años desde aquel encuentro y ahora Leandre nos invita a cobijarnos (literalmente, porque llueve) en un teatro de 1771, el Coliseo Carlos III de El Escorial. Nos preguntamos inevitablemente si el autor se habrá acomodado, si habrá perdido frescura, ese gancho directo a la mandíbula del público.
Rien à dire, nada que objetar, porque el teatro de corte, con lámparas de araña y tonos azulados, es una ofrenda a sus espectadores. Leandre abre la botella cara para los invitados, pero se reserva un mundo mágico y amarillo donde, -¡gracias!- todavía pervive la puerta poética de antaño.
Nos pasamos la vida diciendo adiós de un portazo, recibiendo otros en las narices, atravesando exclusas, fronteras, viajando, cambiando de #casa , de piel… pero después de pasar la puerta, como le ocurre a Leandre, uno no siempre sabe si está al otro lado o si sigue en el mismo lugar.
Rien à dire, solo que, a la puerta, esa stargate por donde Ribera nos cuela en su universo y aparece por sorpresa en el nuestro, le han crecido escenografía e ingenios mecánicos sorprendentes, se ha vuelto rica, compleja, onírica, preciosa, como un árbol al que le nacen nuevas ramas de sombra.
Leandre, a la sazón coleccionista de calcetines color mostaza, vive en este extraño y maravilloso hogar de madera, repleto de oquedades mágicas, agujeros de la lógica y de la física, un lugar modesto y acogedor, con aromas chaplinescos, una casa donde todo funciona al revés, como en un cuento de Rodari, y se puede desaparecer por un armario, dormir colgado de una percha o hacer que lluevan pompas y floten con la quietud de una atmósfera lunar.
Todo ello con una iluminación tenue y delicada, absolutamente contenida y ajustada, bajo música de piano y chelo y sonidos que se confabulan como un tejido abrigado.
Y no se asusten si luego una lavadora dispara calcetines (adivinen de qué color) o si muchas más de estas prendas invaden el suelo (aquí nadie va a regañar por eso), llenan los tobillos del personaje o acaban en las manos del espectador para jugar. Sí, porque también jugamos, pequeños espectadores y grandes.
Rien à dire, por supuesto, porque la obra es muda. La ausencia de palabras es el marco que realza el gesto, la escucha. Nada que decir, todo por expresar. Teatro mudo para pequeños espectadores acostumbrados a animaciones atronadoras y veloces. Pequeños que, sin embargo, ríen, disfrutan, juegan y se dirigen al clown, emocionados, dándole consejos. Al fin y al cabo, un clown no deja de ser un niño en apuros…
Leandre, como un tenista desde el fondo de la pista, recoge sus aportaciones (y los calcetines que le lanzan, de paso), devolviéndolas sin fallar ni una y los atrapa con su caña de pescar telescópica. ¿Cómo se puede decir tanto sin abrir la boca?
Rien à dire, en chez Leandre definitivamente pasan cosas raras, la mesa tiene solo tres patas, las cosas se mueven solas, el espejo no refleja y un clown/ilusionista baila consigo mismo o con un lavabo que cuelga, o representa una película (muda de esas color sepia -¿o mostaza?-) de tres personajes, él solito.
Cualquiera desearía ser invitado al desequilibrio de esta morada acolchada con calcetines de Dijon, donde Ribera ejerce de haokah, payaso sagrado que hace todo lo contrario de los que hacen el resto de las personas -vamos, que hace lo que le da la gana- y nos pone delante un espejo demoledor, que amplifica lo pequeño y casual, desoyendo por superfluo lo esperado y cartesiano.
Por supuesto nada de esto es incompatible con comer cosas del suelo o enseñar el calzoncillo, porque en este universo todo se prueba y no hay posibilidad de fallo. Un error es un acierto y Newton vale menos que unos tacones en la playa. Sonríes porque amas esa opción. Te emocionas y te relajas cuando entiendes que, cuando se juntan inteligencia, técnica y poesía , resulta imposible anticiparse a lo que va a ocurrir. Muchas tablas y muchas puertas (slapstick, ilusionismo…), para construir algo propio, único y muy valioso.
Rien à dire, porque hubo calcetines volando hasta el final, ovación de pie del público y extras del autor y porque nuestro pequeño espectador continuó, horas después de la representación, comunicándose solo por gestos y sonidos, poniendo peluches en la cama para que vieran, como público, a un pequeño payaso mago haciendo algunos trucos del grande.
No sabemos si finalmente Leandre Ribera será de otro planeta, pero te reconcilia con este.
Por Luis Pradilla
DATOS TÉCNICOS
Vista el domingo 7 de Marzo de 2021 en el Real Coliseo Carlos III de El Escorial
DIRECCIÓN, Leandre Ribera
INTERPRETACIÓN, Leandre Ribera
ESCENOGRAFÍA, Xesca Salvà
CONSTRUCCIÓN DE ESCENOGRAFÍA, El taller del lagarto (Josep Sebastia Vito «Lagarto» y Gustavo de Laforé Mirto)
VESTUARIO, Leandre Ribera
DISEÑO DE LUCES Y PRODUCCIÓN TÉCNICA, Marco Rubio
COMPOSICIÓN MUSICAL, Victor Morato / MÚSICOS, María Perera, Francesc Puges, Pep Moliner, Jordi Gaspar, Frederic Miralda, Sergi Sirvent y David Domínguez
PRODUCCIÓN, Agnés Forn
FOTOGRAFÍAS: https://leandreclown.com/
Duración: 1 hora y 10 minutos, sin descanso.
Todos los públicos
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