Por Araceli Hernández
¿Cómo describir Ovidia? Nuestra única posibilidad de definir Ovidia es partir de lo obvio, de lo que se muestra evidente al espectador, y esperar que, poco a poco, nos revele su misterio; un misterio que aún anida en nuestra mente tratando de desentrañarlo.
Pese a tener un carácter poderoso, que nos muestra sus entrañas más viscerales (esos momentos íntimos y espinosos; los momentos que generaron nuestros posteriores miedos más irrazonables), Ovidia se encubre en una nube enigmática. Atmósfera indescifrable a la que además se añaden tintes de surrealismo que, en nuestro limitado bagaje cultural, nos retrotraen a los ambientes de David Lynch y nos conecta con el autor y su ajustado pulso entre lo posible y lo irreal. Llegados a cierto punto, el espectador menos versado debe admitir que ha perdido la partida y cesar en su intento por comprender qué está sucediendo realmente, pero se encuentra ya tan absorbido por la potencia de su trama y tan imbuido de su mágico entorno, que no puede sino apurar el delirante y cautivador experimento hasta su, honestamente vaticinado (al César lo que es del César), inaudito final.
Un final que, como en el caso de Ovidia, nos deja atrapados mucho después de abandonar la sala, dándole vueltas, procurando inasequiblemente encontrarle sentido. Es decir, prendidos para siempre por ella.
Comenzando por lo obvio, debemos decir en primer lugar que se trata de una obra para mayores de 13 años, como así lo advertía al anunciarlo el Espacio Abierto, y en esta ocasión no cabe remitirnos, como nos facilita siempre la reseña de un teatro para un público menor, a las certeras opiniones del pequeño espectador, puesto que toda la sala se componía de adultos y adolescentes. En cualquier caso, no podemos sino empezar por aplaudir la admirable osadía de este Espacio por programar este tipo de desafíos de espectáculos que retan al espectador, una vez más, a abrir su mente y dejar volar su imaginación. Esta vez, si cabe, desde un ángulo más enredado.
Como segundo aspecto evidente (y este aspecto merece ser ampliamente destacado), nos maravilló la pericia con la que los titiriteros transformaron los títeres en personajes reales. En alguna otra ocasión la autenticidad de la obra, tanto en su industria como en la franqueza de su historia, nos ha absorto hasta el punto de hacernos percibir, por unos instantes, que aquellos títeres cobraban vida y se disociaban de sus manipulantes. Así nos ocurrió con Vida, de Javier Aranda, que a través de la ternura logró crear unos personajes entrañables que marcaron un parámetro casi inalcanzable en lo que el teatro de títeres supone para quien suscribe estas palabras.
También en Ovidia la soberbia destreza de La Société de la Mouffette nos convence hasta el punto de llegar a imaginar que los títeres se expresaban más allá de sus manos y bocas, que incluso respondían solos a sus marionetistas (en Ovidia, y aquí va un adelanto de su complejidad, en algunos momentos manipuladores y marionetas conviven naturalmente en escena). No obstante, la plausible autonomía de los personajes cambia totalmente de espectro y juega con la extrañeza o incluso la brusquedad. Los actores logran transmitir esa viveza dotando a cada personaje, tanto a través de sus manos y gestos como de una increíble versatilidad de la voz, de la personalidad justa. Personalidad como para deambular por ese mágico y surreal ambiente en el que lo vano se va estableciendo sutilmente hasta conquistar cada plano de la historia y que, sin embargo, es capaz de seducir al público y hacerle partícipe de su extraño acontecer.
Hemos hablado antes del intenso carácter que exhibe Ovidia. Tiene también, en cierto modo (y si me lo permiten), un aire a Tennessee Williams, con esos personajes vehementes y al mismo tiempo recelosos, temerosos, con un aire impreciso, etéreo, de seres pertenecientes a un mundo extraño y hostil. Nos presenta personajes que deambulan por todo el espectro moral y sin embargo se granjean nuestra conmiseración. Seres que, aún bregando hasta la extenuación por ocultar sus secretos, nos hacen testigos silenciosos de su realidad más íntima y nos permiten penetrar en su soledad y su miedo. Antihéroes escalofriantes que nos mantienen en vilo atisbando su suerte. Todo ello transcurriendo en ese ambiente onírico, siniestro, fantástico, con una intensidad que preludia el imposible final.
Dicha intensidad se ve reforzada por un afinado escenario: un desvencijado motel inserto en un paraje desolador de largos y estrechos haces de luz sobre un fondo oscuro y solitario, evocador de las desguarnecidas noches que pintó Edward Hopper. La escenografía está llena de detalles que la conectan con el mundo del thriller americano, con la trágica pensión de los Bates, que se convierten en sutiles guiños al espectador. Valga como ejemplo de su proeza escénica el sutilísimo uso de la luz para generar vibrantes efectos sensoriales o la complejidad de abordar el doble o triple tamaño de todos los signos de una escena que acontece en varios planos de forma simultánea. Factores que prueban indiscutiblemente la sensibilidad de su dirección con un montaje sumamente depurado. Es justo reflejar, además, su ingeniosa versatilidad, capaz de acoger varios espacios temporales al unísono, jugando con el tamaño y del plano, para permitirnos acceder paralelamente a diferentes encuadres de la historia (interior de la habitación, exterior de la habitación, exterior del motel). Sencillamente apabullante la dificultad que esto entraña a nivel técnico y dramatúrgico.
Y hasta aquí los aspectos relativamente ostensibles de Ovidia. El resto, como decíamos, sustentado en un montaje lúcido, una historia absorbente y un entorno mágico (eficazmente subrayado por el sonido, la música – ojo a este detalle, futuro espectador-, la actuación y, básicamente, todos los elementos de la escena), pervive oculto. Sólo se desvela a medias para conquistar, mucho después de abandonar la sala, la mente acostumbrada al despiste y la evasión de los quehaceres y problemas diarios, obligándola a darle vueltas, a procurar en vano lograr descifrar su esencia. En definitiva, prendida para siempre por ella.
Como decíamos al inicio, Ovidia es un misterio. Un misterio dejar de recomendar si cazan la oportunidad, porque espectáculos tan inusuales, tan seductores y tan bien realizados son una ocasión imperdible. Y porque, como nos indican los actores al final del espectáculo, ahora toca salir del teatro y discutir sobre la obra. Nos dan una maravillosa excusa para abandonar un rato la pantalla digital y hablar, debatir, compartir nuestras opiniones y disfrutar, colectivamente, de la inigualable, palpable y directa experiencia teatral. ¿Acaso no es eso extraordinario?
Por Araceli Hernández
DATOS TÉCNICOS:
Vista el 8 de mayo de 202a en el Espacio Abierto Quinta de los Molinos
Dirección artística: Vera González
Dirección manipulación: Javier Jiménez
Actores marionetistas: Esther d’Andrea, Lucas Escobedo y Vera González
Creación marionetas: Gavin Glover y La Société de la Mouffete
Escenografía: Molina FX y La Société de la Mouffette
Diseño iluminación: Juanjo Llorens
Técnico en gira: Pablo Rodriguez (La Cía de la Luz)
Diseño sonoro: Iñaki Rubio
Vestuario: Ana López
Fotografía: Pedro Gato
Diseño imagen: Nuria Gondiaz
Fotografías: marcos G punto/Madrid Destino
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