Por Eva Llergo
La idea de explorar el concepto de empatía desde la propuesta radical de intercambiar los cuerpos no es nueva. En el cine podemos encontrarla, por ejemplo, en la inquietante y mágica El hechizo de un beso (Norman René, 1992), donde una joven recién casa y un anciano a punto de morir transmutan sus cuerpos, o en la comedia familiar De tal astilla… tal palo (Rod Daniel, 1987) donde el trueque se da entre un ocupado cirujano y su hijo adolescente.
Juego de sillas de Cal Teatre, sin embargo, da un giro de tuerca simbólico más sobre este concepto. No intercambiamos los cuerpos, sino las sillas. Ese lugar que, desde que lo ocupamos la primera vez, tal vez por azar, se convierte en nuestro refugio al que nos asimos con fuerza como si ese mueble fuera una extensión de nuestra propia identidad. Hasta el punto de que parece inconcebible que un invitado inoportuno no haya notado nuestra huella sobre ella y la elija para sentarse… ¡en Nuestra silla! ¡Y sin preguntar…! ¡Qué tontería! ¿O no? No lo es, desde luego, en absoluto cuando eres un títere, solo una cabeza, y tu cuerpo es esa silla que con sus aristas, su tapizado, su rejilla, su clavo torcido, configura toda tu identidad tanto corporal como espiritual.
Así forman a los 5 protagonistas de esta historia dos simpáticos ebanistas que, entre lijados y pinturas, acaban por transformar los materiales de su trabajo en mucho más que sillas: los cuatro miembros de una familia cualquiera (padre, madre, hija y abuelo) y su fiel perro Chusqui. Los ebanistas con su acompasado, casi coreográfico, trabajo crean una historia marco sobre la que sustentar las relaciones que esas sillas/títeres establecen a su vez entre sí, creando su propio argumento, emancipándose de sus creadores que, a su vez, quedan subyugados con la humanidad de sus propias marionetas y no pueden evitar participar en las alegrías y penas de la familia.
Su conflicto es básico, casi prototípico. Reina la incomunicación más galopante entre todos los miembros de la familia de una manera extremada como solo puede serlo una parodia. Cada cual va a su bola hasta el punto de permanecer en islas de incomunicación. Tan cerca y tan lejos a la vez. Precisamente que el conflicto sea tan estereotipado permite a los actores/manipuladores de las marionetas presentárnoslas centrándose en todas las posibilidades escénicas y simbólicas que les permite su manipulación: la propia interacción de sus cuerpos con los de las marionetas, la suma de posibilidades que aporta la interacción, a su vez, entre sus propios cuerpos y la escenografía tan económica como inspiradora y polivalente, etc. Y es esa presentación escénica, tan audaz, tan simbólica, tan sugerente, la que llena de vida propia a las marionetas, dejando al público embobado ante la humanidad tanto de sus movimientos como de sus emociones.
Y en este contexto tan realista y prosaico de la incomunicación irrumpe de pronto la magia. Una magia derivada del soplido de la vela de una tarta… El abuelo, con una lucidez marcada por la sabiduría de los años, es el único que parece darse cuenta del desastre que reina en la familia. Su deseo, ese juego de sillas, solo durará unos instantes… pero los suficientes para resolver los problemas de la familia también de forma poética, abundando en los grandes milagros que se esconden en los pequeños gestos. Una apertura de ojos y de corazón, un “ponerme en la piel de los otros” en la que acompañamos a las marionetas con la sonrisa siempre en los labios aunque con cierta sensación de que, aunque paródicas, las acciones de las que nos hablan nos resultan terriblemente familiares: esa prisa, ese embobamiento, esa individualidad exacerbada…
Otra de las maravillas de Juego de sillas es que la compenetración entre los actores Carlos Gallardo y Jordi Font va más allá del virtuosismo técnico actoral. Los actores disfrutan de cada segundo sobre el escenario, jugando, riendo, rezuman buen rollo y diversión y eso, claro, llega al patio de butacas y resulta contagioso.
Los pequeños espectadores entraron de lleno al espectáculo desde el minuto 0. Mi pequeña espectadora de 7 años iba siempre un segundo por delante de mí decodificando cada símbolo de la obra; con su mente bullendo y con el regocijo de no estarse perdiendo ni un guiño y estar “a la altura del espectáculo”. Mi pequeño espectador de 9 años describe el espectáculo como muy muy divertido y no para de maravillarse de que el bebé que tenía en las butacas de atrás disfrutara ojiplático y con palmaditas de todo el espectáculo. Es lo que tiene el buen teatro; que no tiene edad.
Esta magia, magnetismo y buen rollo de Cal Teatre se vio reforzada, sin duda, por el espacio donde se desarrolló el espectáculo: el Teatro Tyl Tyl de Navalcarnero, un lugar sumamente acogedor que rezuma encanto por los cuatro costados. Se agradece tanto en estos tiempos esta cercanía emocional que se brindó al público desde el pequeño introito a la obra hasta la calurosa despedida… Porque, en los tiempos que corren, una va al teatro, a consumir cultura y arte, a pasar (por qué no) un buen rato, a llenarse de creatividad, de belleza y de verdad, pero también y sobre todo para tocar con las manos algo que todavía nos podemos permitir acariciar: la poesía, la magia, el calor… Y eso en Tyl Tyl saben muy bien cómo ponerlo al alcance del público sin riesgos para nuestra salud física pero como un inmenso soplo de energía para nuestro espíritu.
Por Eva Llergo
DATOS TÉCNICOS:
Vista el 14 de febrero de 2021 en Teatro Tyl Tyl de Navalcarnero
Dirección y Dramaturgia: Dora Cantero
Interpretación y Manipulación: Carlos Gallardo i Jordi Font
Diseño escenográfico: Carlos Gallardo
Construcción de Títeres: Sergio Escalona i Carlos Gallardo
Diseño de Iluminación: Mario Andrés
Música Original: “L´home del Principi”
Asesoramiento de Vestuario: Paulette San Martin
Fotografía: Judith Rodríguez
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