Por Sylvia Pinillos

El teatro como actividad educativa se ha planteado, desde una perspectiva tradicional, como una práctica complementaria donde los alumnos asisten a representaciones teatrales para acercarse a la literatura desde un punto de vista lúdico, de modo que pueden presenciar cómo esta cobra vida y así estimular su sensibilidad y gusto estético. Esta práctica, aunque conveniente, no deja de ser para los alumnos una actividad pasiva en la que se excluyen algunos de los aspectos esenciales que puede aportar el teatro en la formación escolar.

Es cierto que los profesores de Lengua y Literatura empleamos habitualmente los textos teatrales para la enseñanza de la expresión oral a través de la dramatización. Este ejercicio contribuye indudablemente a que los alumnos tomen conciencia de la capacidad expresiva de su voz y aprendan a comprender e interpretar mejor el lenguaje, y, al mismo tiempo, colabora en hacer de ellos comunicadores más eficaces, competencia imprescindible en la sociedad de la comunicación en que vivimos.

No obstante, mi experiencia me ha enseñado que es en la práctica de la actividad teatral a través del montaje de una obra completa donde se revela la capacidad del teatro como una actividad formativa total, que integra diferentes aspectos –formativo, lúdico y humano– indispensables para la educación de los alumnos.

De acuerdo con las nuevas concepciones educativas, en la práctica teatral el  alumno es el protagonista de su propio aprendizaje, de modo que ejercita sus habilidades personales, de memoria, expresividad y creatividad, así como las relacionadas con la autoestima e iniciativa. Todas estas capacidades individuales se refuerzan con el trabajo en grupo, un verdadero trabajo cooperativo en el que el esfuerzo de uno es el de todos. Los alumnos dependen, confían y aportan en el desarrollo de un proyecto –desde los ensayos hasta la puesta en escena–, que culmina en la representación, donde todos ellos viven el reconocimiento del trabajo realizado y la satisfacción del éxito compartido.

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Esta actividad se desarrolla en un ambiente relajado y lúdico, donde los alumnos disfrutan de cada parte del proceso, lo cual contribuye a que se refuerce el aprendizaje y se asienten valores como la sensibilidad, la dedicación, la cooperación, la empatía y la ilusión, que resultan primordiales en la formación humana de nuestros jóvenes.

Por tanto, podemos afirmar que la práctica del teatro, por su valor formativo y humano, cumple con varios objetivos esenciales de la educación, ya que desarrolla y refuerza las capacidades individuales y las habilidades sociales de los alumnos, lo cual redunda en un mayor rendimiento en otras actividades académicas y en su mejor desarrollo personal.

Por otro lado, el montaje de una obra teatral supone una práctica educativa que extiende sus valores más allá de los alumnos que la llevan a cabo, puesto que es también una experiencia enriquecedora y formativa para los docentes y para aquellos que asisten y colaboran en la representación. En definitiva, se trata de un proyecto que logra hacer partícipe a todo un centro y a las familias, integrando así a toda la Comunidad Educativa.

Por Sylvia Pinillos

[Este artículo fue publicado originarimente en el periódico ABC el día 30/12/2105]