Por Araceli Hernández y Marta Larragueta

Se apagan las luces en el Teatro Infanta Isabel, se desvanecen gradualmente los últimos murmullos en el auditorio, las cabezas se vuelven expectantes hacia el descarnado escenario (un espacio negro, vacío, cobijado entre dos brillantes cortinas coloradas). De pronto, un insólito violín a nuestras espaldas. Entre las butacas, hacen su entrada tres músicos vestidos con chaqué negro y haciendo sonar sus instrumentos (de momento, dos violines y un chelo). Cuando llegan al escenario, inician la interpretación de una pieza que pronto se ve interrumpida por la irrupción en escena del cuarto mosquetero (otro violín). Cuatro músicos que son cuatro personajes perfectamente definidos, que sin mediar entre sí apenas un par de palabras, y a través de la “voz” de sus instrumentos, van desgranando su historia.

El tercer violinista (según el orden de entrada), circunspecto y formal, intentando regir con orden y dignidad a sus compañeros en una perfeccionista y ajustadísima interpretación del evento lírico programado para la tarde. Una sola mirada, y el resto del cuarteto se cuadra firme, atento a sus instrucciones. El primer violinista, de sonrisa burlona y descarada, dispuesto a dejar al público sin habla con su apabullante maestría, tanto si estamos ante una composición de Manuel de Falla como de Bono, porque la sublime emoción y la efervescente carcajada conviven sin distinción en la música de este alegre cuarteto. El segundo violinista, esta vez encarnando el rol de un tipo despistado, enamoradizo, provisto para ser la nota discordante (tanto en la música como en la escena) y el centro del chascarrillo. Y, por último, el chelista, imponente, aparentemente taciturno y hosco, de presencia amenazadora… hasta que saca las maracas. Entonces permuta el gesto adusto y airado por una ceñuda pero hilarante resignación ante la locura que se va desatando en la orquesta. Porque conforme avanza el espectáculo, desde las primeras interpretaciones clásicas, más canónicas, vemos cómo las transgresiones y rupturas con el programa (anunciado por la típica voz en off de los programas radiofónicos, también cómplice desconcertado de lo que va aconteciendo) van in crescendo hasta llegar al maravilloso delirio del violín eléctrico que desbanca a Mozart para transportar al embaucado público en un alucinante salto desde renacimiento vienés hacia el género rock-pop inglés.

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Desde la inicial presentación del cuarteto, comienza un ir y venir de sketches llenos de humor, todos ellos hilados por una sencilla línea argumental montada a partir de un cuarteto de cuerda que lleva años tocando y trabajando juntos y donde van surgiendo las discrepancias (tonales y emocionales) habituales. El primero en marcar el ritmo del humor es el violinista autoritario, más purista de la música clásica y con reticencia a innovar y dejarse llevar por modernidades; el resto, abiertamente rebeldes y con ganas de pasarlo bien a espaldas de su compañero, se compinchan con el público  arrancándole continuamente palmas y risas. Los pequeños espectadores entran en seguida en el juego de trasgresión y broma constante y brindan sus carcajadas sin ningún tapujo.

El humor es la nota dominante durante todo el espectáculo, sin necesidad de frases que expliquen lo que va sucediendo y gracias a un uso del lenguaje corporal sumamente eficaz. Esto hace que las pocas palabras que se pronuncian tengan aún mayor potencia gracias a ese mutismo habitual. Los intérpretes se encargan de hacer al público partícipe de manera constante, manteniendo al auditorio atento en cada momento a sus idas y venidas musicales. De hecho, en determinado momento, invitan a dos espectadores a colaborar con ellos en la interpretación de una pieza muy especial, la única de composición propia, y de una comicidad verdaderamente hilarante. Los intérpretes son grandes comunicadores, y combinan de una manera genial la parte musical con la jocosidad, gestionando a la perfección los ritmos y los tiempos, sabiendo recoger las reacciones de los espectadores para generar un diálogo caracterizado por las perennes carcajadas.

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Las luces del teatro se alían con la intención cómica de la representación y acompañan con gracia, encendiéndose y apagándose en momento oportunos, centrando la mirada en determinada parte del escenario o llegando a escenificar hasta la atmósfera de una discoteca en plena hora punta. El único detalle que no logramos comprender del todo fue el uso del humo que se hizo al final del espectáculo, quizás excesivo y quizás innecesario, aunque no empañó para nada una tarde maravillosa de música y risa.

En resumen, Yllana nos demuestra que los cuartetos de cuerda siguen vigentes para el entretenimiento de los días de la era digital, actualizando los clásicos para un público y un contexto nuevo, y ejemplificando como el virtuosismo no está reñido con hacer el ridículo cuando este sirve al encomiable propósito de arrancar las carcajadas sin fin de un asombrado y entregado auditorio. Un espectáculo para todos los públicos, de todas las edades, y de todos los gustos musicales. En una palabra: maravilloso.

Por Araceli Hernández y Marta Larragueta

DATOS TÉCNICOS

Autor y director: Yllana, Ara Malikian

Creacción y direccion: Yllana

Dirección artística: David Ottone, Juan francisco Ramos

Dirección musical: Ara Malikian

Creación musical: Ara Malikian, Eduardo Ortega, Gartxot Ortiz, Thomas Potiron

Escenografía: Ana Garay, Peroin, Mabo decorados

Vestuario: Maribel Rodríguez

Atrezzo: Arte y Ficción

Regidor: José Luis Taberna

Coreografía: Carlos Chamorro Intérpretes: Thomas Potiron, Eduardo Ortega, Fernando Clmente, Jorge Forunadjiev, Isaac M. Pulet (Mabel Caínzos, voz en off)

Producción: llana, Ara Malikian

Recomendado para todos los públicos.

Duración: 60 minutos.

Entradas: https://www.taquilla.com/entradas/pagagnini?t10id=1121