Por Eva Llergo
A pesar de que los espectáculos de cuentos son unos de nuestros favoritos («el contar» nos pertenece como «el respirar»), no habíamos tenido la oportunidad de elaborar una crítica sobre ninguno de ellos. ¡Qué suerte, por tanto, estrenarnos con nada más y nada menos que el juglar Crispín d’Olot!
Sí, sí, han leído bien. ¡Un juglar! Uno de esos tipos con mallas y sombrero emplumado que con sus instrumentos y su buen humor recorrían los pueblos y ciudades del medievo compartiendo sus cuentos y sus cantos con todo aquel que quería disfrutarlos. Un cuentacuentos, vamos. De los de toda la vida. Pero como nos recordaba el propio d’Olot durante su espectáculo, al juglar se le pedía que fuera diestro no solo en el arte de la narración, sino en el de música (dominaban varios instrumentos), el canto (sus historias eran frecuentemente cuentos cantados, romances) y, por si fuera poco, en el del funambulismo y el malabarismo. ¡Ahí es nada!
Crispín d’Olot aceptó hace ya muchos años el reto de asumir estas destrezas y en sus espectáculos combina todas estas artes. Pero, ¿son, pues, sus funciones de base un espectáculo de cuentacuentos? Un purista tendría que responder que no. Al menos el que nosotros presenciamos el pasado sábado. Podríamos decir que son un cuentacuentos enriquecido, porque el largo cuento que presenciamos era, en realidad, un macguffin, el pretexto, el marco si lo prefieren, para un concierto didáctico donde fueron presentados varios instrumentos antiguos: la zanfoña, el salterio, el cistro, etc. Todo regado de música dedicada especialmente a los más pequeños (es un delicioso anacronismo oír interpretado «Tengo una vaca lechera» o «Que llueva, que llueva» con estos instrumentos) y enmarcado con acierto y delicadeza dentro de la historia marco.
D’Olot comienza su espectáculo con una loa o introito rimado al más puro estilo juglaresco pero a lo largo del espectáculo no tiene miedo (ni vergüenza) en romper con la ambientación y realizar actualizaciones de su espectáculo mediante guiños al contexto de los espectadores. No es, pues, un ejercicio de arqueología que intente reproducir lo que auténticamente sería un espectáculo medieval. D’Olot recoge el espíritu y el testigo de los espectáculos juglarescos porque cree en la profesión y en aquella vieja máxima de que algo que resiste el paso del tiempo y de las generaciones, por fuerza, debe ser bueno: de ahí su apuesta por la hibridación de música y cuentos. Como él mismo dice, dominar las dos artes es apostar por un «más difícil todavía». El triple salto mortal de tañer instrumentos tan distintos, incorporarlos a la trama, contar dominando la gestualidad, las voces, los leiv motivs que integran y activan a los pequeños espectadores y un larguísimo etcétera que demuestra el entrenado oficio del juglar d’ Olot.
Así que, a fin de cuentas, qué nos importa que esto sea un espectáculo de cuentos con música o un concierto didáctico que se sirve de una historia para presentar los instrumentos. Es un claro indicativo de su originalidad que el espectáculo no pueda descansar bajo una sola etiqueta. Es indescriptible, sorprendente, único. No hay muchos juglares circulando por España. Si lo tienen cerca, no se lo pierdan.
Por Eva Llergo
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