Por Almudena Pimentel Serra
Entramos en la sala. Un espacio diáfano con un círculo blanco en el suelo nos recibe. No encuentro el baño y necesito ir antes de que empiece. Por fin lo encuentro y a mi regreso, pierdo a mi acompañante entre el público. Cuando por fin le encuentro y me logro sentar parezco sobrevivir a la vorágine de los últimos minutos. “No he tenido tiempo ni de mirar a mi alrededor” Normalmente me gusta llegar con un poco de antelación y observar los movimientos rutinarios del pre-comienzo de una función. El ruido de los programas, el bullicio de los espectadores, los que se tienen que volver a levantar para dejar paso, las conversaciones, la posición de los focos, la belleza del espacio llenándose y cómo después nos sumimos en oscuridad… Es el único rato en el que mi cerebro no me bombardea con pensamientos ajenos a lo que ocurre ahora, en este mismo instante. Entre el revuelo y la oscuridad de la sala me doy cuenta de que hay todo un despliegue de vestimentas colgadas y rostros inertes que nos miran. Hay bombillas de feria que me recuerdan a los días de titiritera ambulante, del teatro que va de pueblo en pueblo, de las plazas con fiesta veraniega. Hay una plataforma elevada a modo de quiosco de música lleno de instrumentos y atriles. Todavía está vacío. Calles hechas con percheros de donde cuelgan faldas multicolores esconden los focos. Considero que hay pocos intérpretes a la vista para la cantidad de criaturas colgantes que hay… Y ahora que lo pienso, las sillas que ocupamos no están elevadas, así que veo realmente mal. “Qué incomodidad, de repente”.
Pero la calma dura poco. Los humanos empiezan a ocupar sus lugares, el quiosco se ilumina. Nos hablan de un sueño, del ideal de que humanos y marionetas pudiesen danzar y convivir en el mismo espacio. Este juego va a estar dividido en cinco tandas, donde cada una de ellas contendrá tres ciclos musicales. Ha llegado el momento de dejar de mirar y ponerse a bailar. La música comienza a sonar. ¿Cómo transmitir desde aquí la fuerza del juego, la explosión de color y belleza, el poder de la música y del grupo dejándose llevar por el momento? Les Anges du Plafond nos habla a través de sus marionetas de papel y máscaras de cartón de la fragilidad de la propia vida, que quieren reflejar a través de los materiales que usan para sus creaciones. ¿Es posible que la música me haya hecho viajar? ¿Es posible que me haya sentido como una tribu remota de África alrededor de una hoguera, una joven encontrando pareja en un pequeño pueblo de Guatemala perdido entre montañas, una criatura celebrando un sacrificio y al final, haya encontrado esa pareja que tanto buscaba? Te metes en sus faldas y pantalones, buscas una cabeza o máscara que sostienes con tu mano derecha mientras coges su otro brazo con tu mano izquierda y… A bailar. ¿Es posible que me haya sentido intérprete y espectador? ¿Es posible que haya dejado de ser yo para contar la historia a través del títere, del pájaro, de la capa, de las vestimentas tribales?
“¿No has sentido que has viajado por distintos lugares?”, le preguntaba a mi acompañante. Tras una breve pausa me responde “No”. Yo, sin embargo, siento que he recorrido eras, lugares y entretejido lazos que no sé si se volverán a mostrar. Pero sé que he contado una historia, como todos aquellos grandes y pequeños espectadores que estaban allí conmigo.
Si tienen la oportunidad y regresan de nuevo, simplemente vayan a verlo.
Vayan a bailar.
Por Almudena Pimentel Serra
DATOS:
Vista el 2 de noviembre de 2024 en los Teatro del Canal
Creación de Les Anges au Plafond
Producción del Centre Dramatique National de Normandie-Rouen
Dirección y escenografía por: Brice Berthoud
Composición y arreglos musicales: Fernando Fiszbein
Vestuario: Séverine Thiebault y Barbara Tordeux
Creación de marionetas: Amélie Madeleine, Camille Trove y Jonas Coutancier
Iluminación: Nicolas Lamatiere
Sonido: Etienne Graindorge/ Simon Marais
Orquesta: Javier Estrella, Fernando Fiszbein, Clément Caratini, Michael Ballue, Pierre Cussac y Simon Drappier
Interpretación: Camille Trové, Jonas Coutancier y Awena Burgess. En la pista, nosotros, los espectadores.
Duración: 90 minutos
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