Por Luis Pradilla

Si tuvieron la suerte, como el que escribe, de cruzarse con el primer Piccolino, un entrañable gusano de la fruta en su entorno primigenio, verde y rural, definitivamente ahora es el momento de disfrutar de su nueva aventura, donde nuestro querido personaje sigue sorprendièndose con cada detalle a ras de suelo, inmerso esta vez en los peligros y atractivos de la ciudad.

-¡Piccolino pero qué grande estás!

Como si fuera de nuestra familia hemos notado a Piccolino más guapo, más alto, más maduro y capaz de enfrentarse a desafíos mayores de la mano de sus creadores, los Canti Vaganti, que sabia y cariñosamente han cuidado este rico manzano, para ofrecernos sus nuevos frutos al natural pero también, si les da la gana (que les da), en formato sidra o applepie.

Esta historia viva, divertida y emocionante sucede en el Teatro del Barrio, una sala también piccolina en la Goliat madrileña que, sin embargo, resiste ahora y siempre al invasor, convertida en toda una referencia de osadía e ingenio. Teatro, música y más, que indagan, que arriesgan, que interesan, que devastan los apacibles diques de la cultura desde un Lavapiés profundo y bello.

Un barrio que se cuela tambíen en la historia de Piccolo (ha crecido tanto que en cualquier momento nos pide que le llamemos así), que ambienta y dibuja su viaje, que lo convierte en un producto genuinamente de mercado, de cercanía, sostenible, ecológico, con denominación de origen, fresco y de máxima calidad.

¿Y cómo se desenvuelve este Piccolino en la urbe?, pues aunque él no esté en la gran manzana newyorkina, sufre cual Tarzán en la ciudad, aunque acabará resolviendo conflictos y trabando amistades a lo cocodrilo Dundee.

A los mandos, dos actores/autores muy queridos por este que escribe (todavía resuena su magnífico Pinocchio, otra criatura pequeña y fuera de lugar) por su versatilidad, porque siempre nos arrean un manguerazo de frescura, inteligencia, comicidad y técnica, porque se atreven a mezclar stop motion, slapstick, teatro participativo, efectos sonoros, comicidad, coches eléctricos y música, música, música, música (repetir diez veces) en vivo…

Kat y Bruno también han crecido y se han hecho enormes, a base de trabajo, humildad y frescura creativa, sin perder su esencia.

Visten chubasqueros verde huerta y sombreros de paja. El de Kat atravesado por su moño como una planta trepadora que buscara el sol, porque en este espectáculo todo encuentra su camino libre de salida.

Están podando un manzano y ofreciéndonos trozos de fruta nada más llegar. Cuando una mujer te ofrece una manzana, uno no puede evitar la referencia bíblica (lo siento Blancanieves), solo que en lugar de una serpiente retorcida detrás, aquí lo que hay es un gusano. Igualmente esto tiene muy buena pinta, así que decidimos caer en la tentación claramente.

Y es que, más allá del divertido juego que se produce entre actores y espectadores con ricas manzanas, Piccolino en la ciudad va a salir de su cómodo paraíso campestre, de su zona de confort, y va a probar el agridulce sabor del riesgo, el veneno del ruido, de la prisa, también el reto, el cambio, el desafío.

A estas alturas ya hemos comido rica manzana, nos hemos levantado de los asientos para buscar al prota, hemos cantado, reído, jugado (y por favor, no lo tomen como un plural literario, porque los adultos también nos lo pasamos en grande).

Y todavía no ha empezado la historia. ¿O sí? Nunca me entero con los Canti Vaganti, me engañan y yo encantado de entrar al trapo. Manzanas grandes, pequeñas, de cartón, de papel, rojas, verdes, la imaginación que vuela, magia y ganas de pasarlo bien.

Oscuro y empieza una proyección. ¡Sorpresa! ¡Piccolino ha dejado deja ser una figura tangible que se escurre por el teatro y ha traspasado la pantalla! (en sentido inverso a la“Rosa púrpura del Cairo” de Woody Allen). Se ha convertido en una criatura cinematográfica, animada con técnica stop motion, y viaja a la ciudad en un coche de reparto de fruta hecho con retales de imaginación a base de un decorado que se pliega y se repliega continuamente a favor de la historia.

No, la ciudad no es para él y nuestro “Picco” Martinez Soria (los abuelos también van al teatro) tiene que lidiar con tubos de escape, neumáticos, cubos de basura, manzanas desparramadas por el suelo…su propia casa hecha añicos…

Hay algo circense en este obra, loco, clownesco, los neumáticos del coche son ahora una escalera y el acordeón nos calienta el corazón con su fanfarria y alegría.

Y por fin llega Lola (sin diminutivo posible), una cucaracha rockera con cremalleras que vive en el bar que le da nombre y se broncea con las luces de neón de la ciudad. Noche madrileña pura, Lavapiés en tres pinceladas maestras.

Lola puede caminar porque no le falta ni una patita de atrás y bailar y su ritmo poco a poco nos envuelve y hace que todo cobre sentido, se equilibre, que la simplicidad y lo pequeño se vuelven grandes, las cerillas, las manzanas, la historia, el coraje de un Piccolino que ya se empieza a sentir Gulliver a la hora de tomar decisiones. Pocas más importantes como el cambio de vivienda.

Y, por arte de prestidigitación (propongo hacer un trabalenguas con esta palabra) ya tenemos delante a los dos actores con sus nuevos vestuarios (cada capa de ropa que se quitan es una preciosa sorpresa): una Piccolino de carne (sin hueso, que es un gusano), montura blanca de gafas estilo yeyė, un cuerpo verde que sube y baja, una chaqueta roja con solapas de pepita de manzana en la pechera y una voz de las más bellas que nunca han escuchado (por si tienen ocasión https://open.spotify.com/artist/0jvd8XTeuEYYcbRkQYQdAD )

Y un Lola (interesante el cruce de género que proponen), Pepito Grillo urbano, macarra y elegante a la vez, con bombín y chaquė en tonos de rojo, que nos seduce desde su entrada en escena.

Escena presidida ahora por una cuerda de tender la ropa, que parece sacada de una exposición de arte povera. Los ruidos de la ciudad son música para los oídos porque se utilizan objetos cotidianos y se puede tocar un cubo de basura con cerillones y el cepillo de barrer es un micrófono improvisado.

El mestizaje de lenguajes y recursos es absoluto, teatro, proyección de video e imagen real, stop motion, música (en varios idiomas y con un montón de estilos, hip hop, blues, rock, ópera…), juegos, pompas de jabón… hasta llegar, con un nudo en la garganta y en la historia, al final, porque también hay tensión y emoción sabiamente sostenida y percutida.

Los pequeños espectadores, algunos realmente pequeños, no perdieron ojo en ningún momento y participaron activamente, pero no sólo, porque la obra cautivó igual a pequeños y grandes y las sonrisas de las madres, padres, abuelos y abuelas eran evidentes.

Nuestro pequeño espectador de 9 años se mostró encantado y se dejó seducir por cada guiño, cada truco, cada canción.

El tópico se rompe aquí porque segundas partes de Piccolino sí qué fueron muy buenas. Quién sabe si un dia Canti Vaganti nos ofrecerá una tercera.

Podría ser (me lo invento) que incluso nuestro gusano se convierta en mariposa, tal y como nos ocurrió a nosotros, que empezamos siendo espectadores y acabamos bailando en el escenario mientras los actores abandonaban la sala. Sorpresas hasta el último minuto.

Por Luis Pradilla

 

DATOS TÉCNICOS:

Vista el 9 de abril de 2023 en Teatro del Barrio

Dirección: José Luis Sixto
Interpretación: Bruno Gullo & Kateleine van der Maas
Autores: Kateleine van der Maas & José Luis Sixto (a partir del guión de la película Piccolino, una aventura en la ciudad)
Escenografía & vestuario: Eleni Chaidemenaki
Iluminación: Raúl Baena
Audiovisuales: Giovanni Maccelli

Música original: Kateleine van der Maas & Mauri Corretjé
Coordinación técnica: Ana López
Diseño gráfico: Cristina Ramallo
Producción: Catharina Johanna Maria van der Maas
Distribución: Montse Lozano

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