Por Araceli Hernández

«-Mire vuestra merced –respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.

-Bien parece -respondió don Quijote- que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.» Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha

Sábado, Teatro de la Abadía. Conforme vamos accediendo a la sala observamos el escenario dispuesto. Apenas hay elementos sobre él (ya nos advertía el programa de su corte minimalista) pero estos, precisamente por su sobriedad y tal vez por su disparidad, no pueden dejar de despertar nuestra curiosidad. En el centro, una planta de plástico (puede que un ficus) emerge de un breve montículo de tierra y, a la derecha, creando un ángulo no alineado, vemos un estrado bajo alicatado con azulejos amarillos (como las baldosas que conducían a Oz) y una silla, como de pupitre viejo, en torno a la que se disponen algunos instrumentos a su alrededor (un ukelele, un acordeón, una guitarra y un triángulo). La escena tiene, en su conjunto, cierto aire remoto y peregrino, como a medio hacer.

Nos contemplamos unos a otros, impacientes, hasta que desciende parsimoniosamente de entre el público Lola Calvet, impertérrita ante nuestras ansiosas miradas. Se dirige decidida hacia el pequeño estrado y ¡sorpresa! al subirse en él los azulejos se desmoronan dejando al descubierto una colchoneta de esponja como la base sobre la que se habían colocado minuciosamente, con un perfecto diseño geométrico, cada una de las piezas amarillas. Este sencillo gesto que desvela el equívoco anticipa el resto de acontecimientos: no podemos fiarnos de lo que habían percibido nuestros ojos, puesto que en L’homme canon nada es lo que parece.

La sala se llena con el agudo estruendo de los azulejos al chocar unos con otros y caer en el intento de la joven por permanecer erecta en una superficie que no puede sino deformarse ante la presión. Pero a Lola Calvet eso no parece importarle. Resiste desafiante hasta encontrar un equilibrio lo suficientemente satisfactorio, nos mira y empieza a cantar. ¡Y qué voz! Una particular versión del tradicional canto irlandés de Danny boy, interpretado sin necesidad de más acompañamiento musical que la potente y sugestiva ondulación que consigue con su voz, parece convocar al fin al acróbata Rémi Luchez que hace su entrada en escena aterrizando repentinamente por la izquierda sobre un ladrillo que se rompe en mil pedazos.

Es un inicio potente, entre el estrépito de la loza y la arcilla, la maravillosa voz de Lola Calvet colmando la sala, y las entradas inesperadas y abruptas de ambos, que ya nos avanza la energía con la que se ha construido el espectáculo. Contrariado, vuelve a salir un momento para coger una amplia escoba y barrer los escombros. Y hasta aquí los gestos ordinarios que nos acercan, en este primer contacto, a un Rémi “normal” en una labor tan cotidiana como cepillar el suelo; porque en adelante Rémi Luchez ya no parecerá ni siquiera humano, realizando las proezas más increíbles que hemos podido contemplar en directo.

Este ‘hombre bala’, alegoría tal vez de esos espectáculos circenses en los que se prometía al público el disfrute de maravillas portentosas a cambio de un módico precio (en este caso habrían cumplido su palabra con creces), deambulará por todo el espacio escénico, y cuando decimos todo nos referimos absolutamente a todo: a veces lo vemos caminar por el suelo realizando cómicos intentos por atrapar un cojín que se le escapa cada vez que se acerca, al más puro estilo Buster Keaton, despertando las carcajadas del pequeño espectador; a veces aparece parcialmente entre bambalinas sobresaliendo únicamente sus piernas en posición horizontal, a tres palmos del suelo, siguiendo desde el aire el compás de una animosa tonada brasileña; a veces se propone trepar hasta la parrilla sosteniendo precariamente sobre la cabeza una inmensa vasija (numerosos comentarios surgían a nuestro alrededor de “imposible, imposible”),  y otras veces incluso es capaz de flotar por encima del proscenio en una escena que, francamente, nos dejó a todos sin aliento.

Acompañado por el versátil hilo musical que le proporciona Lola Calvet, lo veremos circular por todo el teatro, materializándose y desmaterializándose, cubierto por una refulgente capa como el ‘supermán` que aún no ha encontrado una cabina en la que volver a transformarse en Clark Kent y que regresa tranquilamente de la acción heroica, sin darse ninguna importancia ante el genuino pasmo de la audiencia, que a duras penas puede creerse lo que acaban de presenciar sus ojos. En su denodado afán por vencer la física consigue, inevitablemente, ganarse al público, que cae rendido completamente a sus pies, demostrándolo continuamente en la sala en la que incluso los espectadores más circunspectos y escépticos no pudieron evitar romper el silencio habitual del teatro con reacciones espontáneas incontenibles de “oh”, “uy”, “hala”, y otras onomatopeyas diversas con las que soltar un asombro irreprimible.

El virtuosismo del equilibrista se vio parejo con el de la cantante, que, como su compañero, no dejó de despertar la admiración de los espectadores exhibiendo una impresionante variedad de géneros y registros, en multitud de idiomas (reconocimos al menos el árabe, el inglés, el francés y el portugués), en los que fue valiéndose absolutamente de todos los elementos dispuestos sobre el escenario haciendo preguntarnos si realmente eran necesarios los poquísimos instrumentos con los que contaba. La planta atizada enérgicamente contra la colchoneta hizo las veces de baqueta, una armoniosa ruptura de los azulejos funcionó como acompasada percusión e incluso los equilibrios del acróbata iban marcando el ritmo del extraordinario despliegue musical de Lola Calvet, poniendo el contrapunto burlesco, bucólico o épico, según correspondiera, al funambulismo de Rémi Lúchez, generando así un producto completo de gran intensidad.

L’homme canon es una obra que no deja paso un minuto a la calma, golpeándonos continuamente con momentos sumamente hilarantes y provocando carcajadas irrefrenables, instantes en los que es imposible no contener el aliento esperando el inevitable trompazo que, no obstante, nunca llega a suceder y situaciones de verdadera conmoción en las que la razón nos obliga a dudar seriamente de nuestros sentidos. El espectáculo posee una fuerza casi hipnótica. En ningún momento somos capaces de entender del todo qué está ocurriendo sobre escena, pero lo cierto es que tampoco importa. Lo único certero es que es imposible apartar la vista permaneciendo con la mirada ávida y despierta ante el temor de perdernos cualquier segundo, intuyendo en todo momento que, pese al profundo estupor de lo que acontece de forma imposible ante nuestros ojos ocurrirá, sin embargo, algo aún más sorprendente a continuación.

Pese a la evidente y profusa comicidad, el hombre bala permanece en todo momento impasible, con la mirada lánguida e inquieta a la vez (si acaso es eso posible), casi como si su gesto abanderase su constante desafío a las fuerzas de la razón y la gravedad. Nos parece que tiene algo de personaje quijotesco en tanto en cuanto la naturaleza no supone sino una realidad efímera, insustancial y endeble, fácilmente corrompible por los quiméricos equilibrios de Rémi Luchez en ese intrépido afán por superar ilimitadamente el prosaico escepticismo del público. Como advertía a Sancho un arrojado Quijote dispuesto, lanza en ristre, a cargar contra los gigantes, Rémi Luchez nos insta a dudar de nuestros ojos y abrazar, al menos durante los 50 minutos que dura la obra, la posibilidad de lo imposible.

P.D.: No queremos terminar sin incluir cómo al acabar la función, tras los merecidos aplausos emocionados del público, unos aún más emocionados intérpretes agradecieron la posibilidad de volver a los escenarios, posibilidad que en Francia, su país de origen, han visto cercenada desde hace meses. En este sentido, queremos aprovechar esta reseña para instar a quienes lean estas líneas a acudir al teatro, conscientes de los numerosos esfuerzos que están realizando las salas y los espacios culturales para garantizar la seguridad de todos los espectadores. El poder seguir disfrutando de estos momentos de expansión y entretenimiento nos hace sentirnos unos auténticos privilegiados.

Por Araceli Hernández

 

DATOS TÉCNICOS:

Datos técnicos:

Vista el 20 de marzo de 2021 en el Teatro de la Abadía

Dirección: Rémi Luchez

Intérpretes: Rémi Luchez, Lola Calvet

Iluminación: Christophe Payot

Producción: Mathilde Menard, Association Des Clous

Edad recomendada: para todos los públicos

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