Por Eva Llergo
El chico de la última fila de Juan Mayorga ha sido el primer texto teatral en plantearme el reto de escribir una crítica sobre dos de sus montajes. La primera se la dediqué al que la compañía La fila de al lado realizó en 2013, bajo la dirección de Víctor Velasco en el Teatro Galileo. Ahora tenemos entre manos el montaje que Andrés Lima ha llevado al escenario del Teatro María Guerrero.
Teniendo en cuenta la calidad dramática del texto (y nuestra inevitable predisposición a seguir de cerca a uno de nuestros más notables dramaturgos), lo raro es que no fuera esta la tercera o cuarta crítica que le dedicamos a El chico de la última fila. Es un texto brillante en su engañosa naturalidad; una naturalidad que nos atrapa porque entramos en él con la inocente sensación de estar espiando por un agujero la vida de unos personajes cualquiera en mitad de cualquiera de sus anodinos momentos vitales. Y con el paso de las escenas advertimos la magnitud de lo que se nos está planteando. Magnitud por la trascendencia de los temas que se tratan (insistimos, con la más pasmosa naturalidad, como solo puede tenerla «la vida misma») y por la cantidad de redes de acciones que se tejen entre los personajes. Podemos decir que se trata más bien de microacciones, microcambios, que permiten transitar a los personajes de uno a otro sin apenas despeinarse, pero que, cuando son juzgadas en su totalidad al terminar la obra, advertimos que han sido como tsunamis en sus trayectorias.
Todo parte de la relación entre Germán, profesor de Literatura en un instituto, personaje tremendamente tragicómico en la causticidad con la que esconde sus contradicciones, y Claudio, ese chico de la última fila que parece invisible pero que posee una fuerza interior que da, a partes iguales, miedo y pena. Claudio se hace visible ante los ojos de Germán porque le desvela su talento como escritor de una manera sorprendente: le entrega una redacción narrando cómo se las ha ingeniado para colarse en casa de uno de sus compañeros de clase para fisgonear su vida con el pretexto de ayudarle en matemáticas. Lo que empieza como un simple juego acaba involucrando a alumno y profesor en una espiral donde es complicado advertir los límites entre la creación literaria y la vida.
El montaje de Andrés Lima refrenda de manera perfectamente acompasada el texto de Mayorga. La separación de espacios creada por una cortina etérea y volátil borra los contornos de la realidad del mismo modo que el juego metaliterario de Claudio, y permite un juego de luces y sombras que metaforiza los vericuetos de la verdad. Las fingidas cámaras lentas que desempeñan los actores incentivan esa sensación de «tiempo detenido», donde nada parece suceder cuando en realidad todo está sucediendo. La escenografía, mínima pero versátil y sobradamente evocadora, facilita las transiciones espaciotemporales de vértigo que tiene el texto.
Capítulo aparte merece el elenco. Alberto San Juan, como Germán, crece desde el egocentrismo y superioridad pasada de rosca del profesor al comienzo de la obra a una vulnerabilidad evidenciada a través de sus contradicciones; Pilar Castro, perfecta en su papel de seductora involuntaria con su propio lastre personal; Guillermo Toledo maneja con naturalidad la parodia sobre la que se asienta su personaje, lo que provoca que el golpe sea más duro para el espectador cuando saca a relucir su dimensión humana; Arnau Comas, en la piel de Rafa el compañero espiado por el protagonista, que juega con solvencia su papel de «chico normal» como contrapunto de Claudio y Natalie Pinot, como la sufrida esposa de Germán. No obstante, el que nos pareció soberbio fue Guillem Barbosa, como el protagonista, frágil, vulnerable, pero con una fuerza magnética tremendamente perturbadora, revestido todo él en una pena que al mirarla asusta.
No había demasiados jóvenes espectadores en el patio de butacas, aunque el propio Mayorga es consciente de que, tanto por temática como por punto de partida, la obra es apetecible para las edades comprendidas entre la Secundaria y el Bachillerato. Sí que estaban otros jóvenes espectadores, futuros maestros, llevados allí por una impertinente profesora que se empeña en que también ellos deben ser aficionados al teatro para aprovechar luego sus posibilidades en las aulas. Fue hermosísimo el coloquio que mantuvimos después en clase sobre la obra y su montaje. Muchos, que no habían ido nunca o en años al teatro, declararon su desconcierto por las lagunas en la trama forzadas por el texto dramático de Mayorga. Lagunas argüidas para hacer trabajar la mente del espectador y planear con elegancia sobre asuntos que no interesa subrayar… precisamente porque así dejan una huella profunda al tener que ser asimilados de forma más lenta en la mente de los espectadores. Al formular las preguntas en clase (¿por qué pega de pronto Rafa a Claudio?) las piezas del rompecabezas ideado por Mayorga se juntaron en sus mentes. No necesitamos decir nada; si acaso volver a hacer alguna pregunta (y tú, ¿por qué crees que le pega?); eso bastó para que se deshicieran las zonas borrosas y llegara la luz y entonces… ¡qué maravilla ver sus caras al encajar las piezas sin ayuda de nadie! Durante el visionado en ocasiones pensé que me había equivocado al escoger un montaje que parte de un texto tan rico como complejo; pero cuando escuché a mis alumnos de Educación emocionarse al interpretar la obra (no querían parar de hablar de ella) supe que Mayorga, El chico de la última fila y el teatro se habían colado en sus vidas.
Por Eva Llergo
DATOS TÉCNICOS:
Hasta el 8 de noviembre de 2020 en Teatro María Guerrero (C/ Tamayo y Baus, 4)
De martes a domingo a las 20h. | duración: 1:50h.
Texto
Juan Mayorga
Dirección
Andrés Lima
Reparto
Guillem Barbosa, Pilar Castro, Arnau Comas, Natalie Pinot, Alberto San Juan y Guillermo Toledo
Escenografía
Beatriz San Juan
Iluminación
Marc Salicrú
Vestuario
Míriam Compte
Espacio sonoro
Jaume Manresa
Fotografía
Luz Soria
Producción
Sala Beckett
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