Por Marta Larragueta
Conservando memoria había obtenido el Premio del Festival Violeta 2019 y los premiso Drac D’Or a la Mejor dramaturgia y Drac D’Or de las Autonomías de la Fira de Titelles de Lleida 2019. Estaba programada para mediados de marzo como parte del festival Teatralia en la sala Cuarta Pared, pero Izaskun y Julián no pudieron llegar a mostrarla. Se quedó en el tintero como tantas otras obras y proyectos culturales que fueron arrasados por la ola de las circunstancias. Por suerte, y supongo que también por empeño de muchas personas, decidieron cumplir con su cita con los espectadores y la reprogramaron para el 10 de octubre. Y quiero comenzar esta reseña dando las gracias por ese esfuerzo y, sobre todo, por la energía y las ganas de compartir con la que la compañía El Patio Teatro llegó ese sábado al escenario.
El escenario recibía a los espectadores en penumbra. Se atisbaba una mesa con lo que parecían unas estanterías detrás, el contorno de objetos varios y frascos, muchos frascos. Una vez que estuvimos todos sentados y bajaron las luces del patio de butacas, comenzó la magia. Tras levantar una suerte de minitelón, entró en escena Izaskun Fernández, única intérprete de todo el espectáculo, y comenzó a hablar directamente al público. Comenzó a contar su historia, la de su familia, la de sus recuerdos. Memorias que, en varios momentos de la obra, no se sabía si eran reales o inventadas, o una bonita mezcla entre ambas. Quién sabe y, realmente, a quién le importa.
La propuesta de El Patio Teatro ofrece a los espectadores una historia muy íntima, muy cercana, en la que una muchacha se va encaramando a su árbol genealógico y repasa las andanzas de sus padres, de sus abuelos, de sus bisabuelos (y ya no recuerdo si llega a mentar a los tatarabuelos, pero me parece perfectamente posible). Nos habla del pasado y del presente, de cómo se vivía, de qué miedos tenía la gente y de qué momentos les sacaban una sonrisa. La actriz está en todo momento acompañada por fotografías que reflejan a sus seres queridos y habla con ellos; plantea conversaciones en las que escucha atentamente las respuestas (precioso despliegue de voces para generar personajes, pero sin caer en la exageración grotesca en ningún momento). Logra crear personalidades distintas para cada uno de sus abuelos y transmitirlas sin explicarlas, deja que las infiera (o las invente) cada espectador en su cabeza.
La escenografía acompaña perfectamente la interpretación: un millón de frascos de cristal, recipientes de hojalata, pequeños objetos cargados de simbolismo. Todo ello va apareciendo y desapareciendo sobre la mesa frente a la que se sienta la muchacha y en la que recrea años y años de vidas pasadas. La iluminación, tremendamente cuidada, permite representar escenas de frío y de calor, cercanas o lejanas en el tiempo, sin que el espectador llegue a percatarse del inmenso trabajo que debe de haber detrás.
Son muchas las escenas que han quedado en mi cabeza y que sigo recordando con una sonrisa entremezclada con esa tristeza dulce que suele acompañarme cuando pienso en mis abuelos. Echar de menos y recordar; retomar conversaciones y escuchar historias pasadas; permitir que la nostalgia llame a la puerta y se quede un rato a conversar contigo. Eso es lo que propuso El Patio Teatro el pasado sábado 10 de octubre y pequeños y grandes espectadores dieron una respuesta unánime: un aplauso que se alargó bastante más de lo habitual, con un patio de butacas de pie, tocado y agradecido. La actriz tuvo cierta dificultad para contener la emoción y dedicarnos unas palabras para despedirse. Eso, para mí, es Teatro con mayúsculas y es tremendamente necesario hoy y siempre. Todavía se me hace un nudo en la garganta recordando el momento tan bonito que pasé en la sala Cuarta Pared. Gracias, de corazón.
Por Marta Larragueta
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