Por Araceli Hernández
“Cuando la poesía te agarra por la entraña, ya no te suelta”
Un sábado asfixiante del junio madrileño. Entramos en la sala del teatro Cuarta Pared. En el fondo, un “pobre diablo”, sin nada encima salvo un calzoncillo, aguarda en una silla de ruedas amarrado por una gruesa cuerda de esparto. La gente se va colocando en su sitio. Se escuchan conversaciones entrecortadas, murmuraciones, peticiones de paso entre las filas… Se va haciendo cierto silencio. El actor nos contempla parsimoniosamente ocupar nuestros sitios y apagar los móviles. Comienza a hablar.
Los inicios son siempre excitantes porque es cuando se capta la atención del espectador. Al principio es cuando el público compra el anzuelo. Porque el teatro es una mentira, aunque una mentira que no nos importa escuchar. El actor sabe perfectamente lo que es el teatro; es consciente de que se trata de un engaño y él mismo lo deja claro desde el primer instante en que se dirige al público. Comienza sincerándose sobre cómo se sentía al vernos entrar, preocupado por los efectos del aire acondicionado, por si fuera a resultar excesivo o quedarse corto y arruinarse, por ese ínfimo detalle que no puede controlar, toda la obra.
Reconoce su nerviosismo mientras se desliga de las cuerdas. Las cuerdas, nos dice, representan su relación con Shakespeare. Cuerdas que asfixian, que pican, que desuellan la piel… Bueno, ya se ha librado de ellas, y ya puede dejarlas apartadas en un rincón. No sirven para nada más, admite. Se levanta y nos va explicando el atrezzo: todo de mentira, cartón piedra, falso. Sólo los huesos apilados en un cesto al fondo son de verdad. Allí van a parar todos los personajes conforme van falleciendo en escena. Porque esto es una tragedia, y como tal, el elenco completo tiene que a morir, “es todo terrible, muy trágico”.
Quiere dejarlo todo bien claro, empezando por concretar cómo lo que sucede en el escenario es un fraude. ¿Se imaginan lo arduo que debe ser vender una mentira, reconociendo al mismo tiempo que se trata de una mentira? Bueno, es que el teatro, cuando se trata de un espectáculo como los que pone en marcha Ultramarinos de Luca, escenificado por un monstruo escénico como Juan Berzal, se convierte en una mentira maravillosa.
Tan fascinante que puede ser la única mentira que uno elige tragarse voluntariamente. Por esto, se suele ganar la complicidad en la farsa, ese tácito y fundamental acuerdo entre el espectador y lo que sucede en la escena, desde los primeros minutos. Las grandes obras cierran este compromiso en los primeros instantes a partir de una buena dosis de intriga. Otras, lo consiguen más o menos hacia la mitad, primero se toman su tiempo para presentarnos al personaje y ponernos en situación. Y también las hay que lo consiguen justo al final, con un giro dramático conclusivo tan impactante que permanece varios días en nuestra mente mientras le damos vueltas. La sombra del rey Lear consigue despertar y mantener el interés desde el minuto uno hasta que el público se alza a aplaudir entusiasmado. Estamos hablando de prácticamente 120 minutos de atención e intriga constantes.
No es fácil, sabiendo, como nos advertía el personaje, que estábamos participando de una mentira. El propio título de la obra ya alude a esta naturaleza velada, errónea, impalpable del teatro. No es la representación del Rey Lear; “no vayáis a salir de aquí diciendo que habéis visto el Rey Lear, porque esto no es el Rey Lear ¿eh?”, nos insiste el actor. Además, liberado ya de las cuerdas, nos advierte que él va a hacer lo que le dé la gana. Empezando por presentar a Lear a partir de una canción de punk blues de un grupo norteamericano de los noventa, simplemente porque es una canción que le encanta.
Por eso también Juan Berzal se maquilla y se viste sobre escena, delante del público. Por eso Regan y Cordelia se traen a escena a través de dos zapatos: un tacón de color rojo intenso, desafiante y provocador, para la mordaz hija mediana; y un diminuto zapatito infantil con pedrería de colores, alegre, confortable e inofensivo, para la fiel y joven Cordelia. Los hermanos Edmund y Edgar son una cabeza (paradójicamente, la cabeza de un cuerdo que finge haberla perdido) y un brazo de maniquí (la mano que todo lo enreda). Los recursos, trabajados desde una concepción absolutamente brillante, conforman una serie de códigos que en lugar de circunscribir cada uno de los protagonistas a un rostro, un cuerpo y unos gestos específicos, generan dilatados símbolos que se completan a partir de la imaginación del espectador. Todo ello favorecido gracias a una soberbia interpretación, radicalmente sincera y autoconsciente.
Como el momento de la ruptura de la cuarta pared en la escena agónica del intento de suicidio de Gloucester transformado aquí en un instante irónico desternillante, al preguntarse cómo narices habría compuesto la escena Shakespeare, también actor, consistente en dar un salto de bruces contra el suelo. Él lo intenta un par de veces, para concluir que tal vez esa escena sea el motivo por el que el autor jamás interpretó el papel de Gloucester. Además, Berzal nos sitúa en el contexto completo que aborda todas las dimensiones de la obra: desde su composición o las cotas que alcanza su poesía, hasta los detalles prosaicos del montaje cuando se estrenó en ‘the Globe’. La preocupación crucial es que el espectador comprenda El Rey Lear, chuleta incluida, ya que Shakespeare “es un lío de cojones”.
Porque de esto va la obra: no es la puesta en escena de El Rey Lear, cuestión que, por otro lado, ya cuenta con multitud de revisiones teatrales, líricas, operísticas, cinematográficas, noveladas, etc., etc. Maravillosamente, la obra de Ultramarinos de Lucas nos habla de la larga sombra que proyecta el rey repudiado por sus ambiciosas hijas mayores. Sin miedo a elucubrar sobre las propias decisiones del Bardo (como la inexplicada desaparición del fool en el último acto), o a librarse de golpe del personaje del conde de Kent, porque total, ya son muchos personajes que asume un único actor, y tampoco aporta demasiado a la historia… Porque ciertamente esto no es El Rey Lear, esto es una personal, excitante, brillante, ácida, profunda y salvaje evocación del efecto que provoca la obra en cada uno de nosotros; el agudo intento por desentrañar la esencia de la tragedia construyendo un relato paralelo que enfrenta el miedo del anciano Lear a morir solo con el pánico del actor a resultar patético.
La sombra del rey Lear nos habla de la curativa catarsis que el teatro nos proporciona cuando se aborda desde una perspectiva tan rigurosa, valiente y honesta como la de Ultramarinos de Lucas. Concepción que explota las ilimitadas posibilidades del espectáculo a través de 120 minutos en los que vemos danza, mímica, un duelo entre una cabeza y un brazo, escuchamos versos en inglés y en castellano, se nos alecciona sobre semántica, marketing renacentista y técnicas de actuación… para contener, encima del escenario, la trágica, cómica, ardua y fascinante dinámica del devenir humano. Porque Shakespeare es así, “es un lío de cojones”, ¿acaso no lo es también la vida?
Por Araceli Hernández
FICHA TÉCNICA
Fecha: 22 de junio de 2019, 21.00 h.
Duración: 120 min. aprox.
Edad: a partir de 14 años
Lugar: Sala Teatro Cuarta Pared
Compañía: Ultramarinos de Lucas
Dirección: Jorge Padín
Actor: Juan Berzal
Dirección Musical: Ultramarinos de Lucas
Adapación: Juan Berzal
Escenografía: Juam Monedero
Vestuario: Martín Nalda
Iluminación: Amparo Sanz
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