Por Elena Capote
En un mundo donde los videojuegos, los youtubers y los dibujos animados parecen el ocio favorito de los niños (y, por desgracia, en algunos casos el único), es agradable encontrar por las calles distintas iniciativas que permiten acercan el mundo de las artes escénicas a los más pequeños de la casa. Durante este verano, he tenido el privilegio de toparme con distintos espectáculos de este tipo allá donde he ido. Rincones de la ciudad que, por un día o incluso por todos los meses del verano, se convierten en el hogar de simpáticos títeres que congregan a decenas de niños impacientes por apagar la televisión y llegar a tiempo a ver cómo la princesa Esmeralda logra libarse del ladrón Espadachín y todo gracias a sus cachiporras y a los gritos de aviso de unos emocionados niños. Y es que, si los títeres y las marionetas llevan tanto tiempo fascinando a las nuevas generaciones será porque tienen la facilidad de aunar fantasía y belleza con aquello algo más tosco y bruto que tanto divierte a los niños.
Pero hoy, no os voy a hablar de títeres, sino de MARIONETAS en mayúsculas y digo en mayúsculas sin ánimo de desmerecer a los títeres que tanto me gustan, sino porque la belleza y el tamaño de las marionetas de hilo de Jordi Bertrán se merecen ese calificativo. Marionetas que me hicieron trasladarme a las tiendecitas de Praga, donde estuve el verano pasado admirando escaparates plagados de todo tipo de personajes tallados en madera, o a la mítica película de Pinocho, donde todos acabábamos cogiendo cariño a ese niñito que quería ser de verdad. Y es que la forma que tenía Jordi Bertrán de manejar sus marionetas se parecía mucho a esa misma magia que Pepito Grillo facilitó al travieso Pinocho. Una magia de la que pude ser partícipe a principios de este verano, en el Teatro Valle-Inclán, del barrio madrileño de Lavapiés, organizado por el Centro Dramático Nacional y el Centro Internacional de Títeres de Tolosa, como parte del programa Titerescena.
El espectáculo, que iba a celebrarse en la plaza de Lavapiés, cercana al teatro, terminó teniendo lugar en su hall, algo que mi pequeño espectador y yo agradecimos, debido a las altas temperaturas que por esos días estábamos atravesando en Madrid. Aun así, no nos quedamos sin nuestro helado fresquito mientras esperábamos a que abrieran las puertas. Ya dentro del teatro, para no perder la esencia de los teatros callejeros, nos sentamos en el suelo cerca del bonito escenario preparado para la ocasión.
Y allí es donde comenzó la magia… La magia de ver a un Charlot patinando con gran maestría, durmiéndose en su simpático banco (algo que robó más de una carcajada a mi pequeño) y regalando una flor a su amada. Y todo acompañado de míticas piezas musicales que añadían belleza a unas escenas ya de por sí de una cuidada estética. Y después, con la música de Chaplin de fondo, llegan Fratello y Titina, dos enamorados payasos que nos cuentan una bonita historia llena de poesía (aunque no exenta de divertidos guiños que provocan más de una risa entre el público). Una historia en la que Jordi Bertrán demuestra su gran maestría moviendo los hilos mientras que los payasos caminan por la cuerda floja o tocan el saxo. Y después de estas espectaculares escenas, Jordi Bertrán nos sorprende acercándose más aún al mundo de los niños mediante distintos efectos sonoros y visuales que hacen que todo el público terminemos persiguiendo miles de pelotas imaginarias, con las consiguientes carcajadas de todos los niños (y adultos) presentes, para finalizar con una actuación heavy-metal al más puro estilo del grupo AC/DC que consiguió hacer bailar a más de uno junto a la “terrorífica” marioneta.
En definitiva, un espectáculo de una gran belleza, que acerca a los pequeños espectadores a obras míticas del cine y de la música y en el que disfrutan (y mucho) niños y adultos por igual.
Por Elena Capote
DATOS TÉCNICOS:
Circus, de Jordi Bertrán (Festival Titiriescena)
18 y 19 de junio, a las 12:00 y a las 18:00.
Teatro Valle-Inclán (Plaza de Lavapiés, Madrid).
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