Por Eva Llergo
El Quijote es, sin lugar a dudas, una obra maestra. Pero a veces se nos olvida. La culpa quizás la tiene la explotación que, en nombre de la pedagogía y la culturización, hacemos de los clásicos. Es ver “El Quijote” en el nombre de una obra de teatro, película, serie o cualquier otro producto cultural, y a una le entra como flojera. Y es que no es nada fácil interpretar y reinterpretar a los clásicos. La mayoría de los que abordan esta empresa ofrecen resultados pasables que, como primer acercamiento para los más pequeños pueden resultar beneficiosos, pero que no aportan nada a lo ya dicho. Por el camino, además, provocan sin querer que el clásico parezca perder parte de su lirismo, su mensaje y su perfección formal. Pues bien, no es este el caso de El Quijote (o “Las aventuras de El Quijote”) de la compañía de Títeres El Retablo.
Vencimos la desidia gracias a nuestra confianza en la programación del festival madrileño Titerescena que, desde que nació la pasada temporada, nos ha ofrecido a los de la capital espectáculos de los que no defraudan. Ni un poquito. Espectáculos “sin peros”. Así que, con ciega fe, nos acercamos al teatro a ver la que para nosotros podría ser la versión número 50 de El Quijote.
La fe ciega, funciona. Desde el primer momento sentimos un buen pálpito. Nos gusta la economía del montaje (un par de biombos) y el vestuario pretendidamente arcaizante de los tres titiriteros. Nos complace que el espectáculo tenga el mismo gusto que tendría el que Maese Pedro representa dentro de El Quijote. Y, ¡oh, sorpresa!, el titiritero jefe también se llama Maese Pedro. No casualmente, como no tardamos en advertir.
Como decimos, la escenografía no es abundante pero muy efectiva, todo lo que está en escena significa y aporta su granito al Todo de la obra. Los aspectos más complicados de resolver se solventan con sencillez e imaginación: perfecto el molino con cesta de mimbre y hélices, brillante (literalmente) el bachiller Sansón Carrasco con el cántaro de leche metálico y soberbio el fondo de escenario rotatorio para ambientar la primera salida de Don Quijote. Lo que sí es abundante es el despliegue de títeres, de distintas formas y tamaños. Su presencia en escena resulta hipnótica… ¡pardiez (como diría Don Quijote), que me aspen si no están vivos de veras!
El ritmo de la obra es ágil y no cede ni un centímetro al aburrimiento de los más pequeños. Los títeres interactúan entre ellos, con los titiriteros, con el público. Se combinan los siempre triunfales gags de cachiporra inherentes al teatro de marionetas, con el humor verbal y el trabajo corporal de los actores. Además, la obra se concede sus momentos de lirismo para que empaticemos todos con ese loco entrañable lleno de cordura que es Don Quijote. A ello contribuye la locura del propio titiritero jefe, Maese Pedro, que creen ver en su títere de Don Quijote una figura de carne y hueso. Pero, ¿es que acaso no es él mismo un personaje de El Quijote? No hace falta que los niños capten el componente metatetral. La poesía es palpable y a los adultos nos hace ver la profundidad del montaje; a cuántos planos diferentes se está trabajando. De hecho, la correlación entre la locura del titiritero y la del personaje que encarna su marioneta tienen algo de contagioso. Sentimos ganas de volvernos así de locos, como Don Quijote y su titiritero que creen que todo es posible.
Otro elemento a agradecer es que no pretende hacerse un catálogo de muchos (o todos) los episodios de la obra cervantina. Se destacan solo algunos, aquellos más traducibles al lenguaje de las marionetas y más cercanos al concepto de “aventura” que lleva el título de la obra. Los suficientes para divertir sin tregua y, a pesar de la comedia, llevar la obra a su desenlace: la muerte del protagonista. Nos complace que no traten de mitigar el momento o ambiguarlo. Don Quijote se muere porque le quitan la ilusión, porque le llaman loco en vez de soñador o idealista, porque le obligan a dejar de ser aquello que él siente que es. Es el final lógico de la obra que impacta por igual a adultos y niños. Es el final perfecto para dejar claro el mensaje de la obra de Cervantes.
¿Y los niños? ¡Cierto que veníamos con niños a ver la obra! Menos la pequeña espectadora de 2 años que ha seguido con entusiasmo evidente las andanzas de Don Quijote, participando en ellas con avidez y sin tregua (y con la voz demasiado alta), los espectadores de 4 y 7 años parecen ausentes. ¿Aburridos? ¡En absoluto! Mandíbula caída, ojipláticos, ¡y callados! ¡Qué milagro! Entregados por completo a la magia de Don Quijote y su locura. ¡Cómo nos alegramos de que este haya sido su primer encuentro con El Quijote! Salen impactados con el desenlace y eso nos da pie a un maravilloso debate postobra sobre el idealismo, los beneficios de soñar y los choques que eso provoca a veces con el mundo. Es tan bonito comprobar cómo ellos no ven ningún problema en los ensueños de Don Quijote. No hay duda: se han entendido. Y es que, ya lo dicen por ahí, solo los locos y los niños dicen la verdad…
Eva Llergo
DATOS TÉCNICOS
Aventuras de Don Quijote por El Retablo Teatro de Títeres
Titerescena
Teatro Valle-Inclán (Centro Dramático Nacional)
Sala El Mirlo Blanco
17 y 18 de octubre
Sábado a la 13h y a las 17h y domingo a las 11h y a las 13h
Espectáculo para público familiar
45 minutos
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