Por Coral Gil
No sé si es el despertador el que con sus gritos nos anuncia que otro día de caos vital nos espera, o es el agua de la ducha el que diluye lo poco que queda de nuestros sueños una vez que nos despojamos del pijama. Lo cierto es que son muchos los días en que nos ponemos el vestido del letargo infinito y las gafas de no ver y nos lanzamos a recorrer la esfera del reloj, perdidos entre dos ideas antagónicas, una es que las horas pasen pronto para poder abandonar el puesto de trabajo y marcharnos a hacer lo que realmente nos gusta y la otra es que pasen despacio para ver si realmente nos da tiempo a hacer algo de eso que realmente nos gusta y que pocas veces conseguimos hacer, excepto cuando nos volvemos a poner el pijama y de nuevo caemos en ese querer que los minutos pasen pronto para caer lo antes posible en brazos de Morfeo y querer que pasen despacio para que nos dé tiempo a soñar lo más posible antes de que el despertador… ya sabéis.
Y así pasan los días entre un querer y otro y un no poder y otro y añoras los tiempos en que la infancia te permitía no conocer esa enajenación absurda y en cambio abandonarte a la magia y al querer hacer, al soñar y al poder hacer, al vivir y al simplemente hacer.
Y es entonces cuando, con tu vestido del letargo, volviendo del país de los locos, cruzas el parque de vuelta a casa y paras un momento a limpiarte las gafas de no ver porque hoy pesan mucho y al quitártelas aparece ante ti el teatro más bonito del mundo, con actores y actrices cuya energía e ilusión impiden que desvíes la mirada y con un público entusiasta y expectante que se entrega y se suma a la energía y al juego. No falta nada, efectos sonoros, sorpresas, improvisación y magia, mucha magia.
Señoras y señores les presentamos “Caperucita se va de vacaciones a la selva” dice un pequeño dinosaurio de trapo, que luego hará las veces de león solitario en una fase de su vida un tanto existencialista me pareció. Nada que ver con la abuelita de Caperucita, cuya seguridad en sí misma y sus historias de cuando ella viajó por África trabajando para una ONG dejaron boquiabierto a más de uno. De hecho, cuando recibe la noticia de que su nieta se iba a un safari fotográfico, no duda en recomendarle un jarabe para las mordeduras de serpiente que también puede tomarse como refresco mezclado con agua del río, aunque lo que no puede olvidar es que se lleve un pijama de tela de araña que repele los mosquitos, que en la selva son grandes como jirafas.
Al final del primer acto Caperucita ha acumulado tal cantidad de artilugios que su mochila pesa demasiado, pero hasta para esto tiene solución la intrépida abuelita, y no es otra que llamar a su mayordomo para que la acompañe a su viaje ejerciendo de porteador. En escena aparece un Geyperman de los años ochenta, morenazo y cachas dispuesto a darlo todo. Qué lista la abuelita, con lo cándida que parecía oye.
Y así poco a poco entrarán en la historia un gato de peluche mago, un patito de goma al que le encantaba cocinar, nuestro león/dinosaurio con crisis de identidad y una mariposa musical cuya melodía, alguno de los pequeños espectadores reconoció como la misma que suena por la noche en su habitación cuando es hora de dormir.
Me marcho del parque con una sonrisa enorme, con las gafas bien guardadas, curada de letargos, indiferencias y apatías y con la seguridad de que el teatro es a los pequeños espectadores lo que los pequeños espectadores son a la vida misma: energía, creatividad, imaginación en estado puro y magia, mucha magia.
Por Coral Gil
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