Por Eva Llergo

Volver al teatro. Un lugar que nunca deberíamos haber dejado. Porque alimenta nuestro espíritu en estos tiempos en los que nos estamos dando cuenta de que, cuando ya lo tenemos en el estómago, el alimento corpóreo apenas nos satisface. El pan nos sacia, sí, pero no nos quita ese resquemor, esa mosca detrás de la oreja, ese nubarrón de cómic con rayos y centellas que todos llevamos encima de nuestra cabeza últimamente. ¡Ay, pero el teatro, el buen teatro, nos borra todo eso de un plumazo! Como si durante hora y media se estableciera una especie de estado de excepción en el que no existiera más que ese otro personaje que no somos nosotros pero que sufre con nuestras pasiones, esos otros espacios que no son los nuestros pero que nos resultan tan familiares, esas otras situaciones que nada tienen que ver con nosotros y, sin embargo, rápidamente reconocemos. ¡Qué placer, qué necesidad volver al teatro! Y, además, por la puerta grande, de la mano de LaJoven y su Fortunata y Benito.

Laila Ripoll, en su primera colaboración con LaJoven, escribe y dirige el texto aceptando el reto sobre el que se sustenta la filosofía de la compañía: propiciar el encuentro entre el teatro/la literatura y los jóvenes actuales. En este caso le toca el turno a Galdós, precisamente en el año de su centenario de muerte. Ripoll se trae al celebérrimo autor canario, paradigma del Realismo literario español, a su terreno. Nos presenta a un Galdós treintañero y seductor que aparece, como por arte de magia, ante Nadia, una adolescente que tiene al día siguiente, ¡horror!, un examen de Literatura sobre el Realismo. Nadie mejor que el propio autor para actuar como cicerone de su propia obra. Así, Nadia y Benito recorren las calles de Madrid topándose, como quien no quiere la cosa, con Fortunata, Juanito Santa Cruz, Jacinta, Mauricia la Dura y Maximiliano Rubí, los inmortales personajes de su novela Fortunata y Jacinta. Claro, que también a estos se los trae Ripoll un poco a nuestro terreno (aunque solo sea porque los viste de siglo XXI y los pone a cantar rap con un fondo de vídeo montaje) a pesar de que en sus bocas siguen sonando las mismas palabras galdosianas. Todo para poner en evidencia que podremos cambair mil veces de moda pero nuestra pasiones siguen siendo las mismas.

Yo me emociono al oír las quejas de Fortunata y la desesperación de Jacinta y me revuelvo y aprieto sin querer los puños al escuchar la sinceridad petulante y descarnada de Juanito Santa Cruz. Pero, claro, tengo treintaitantos y un doctorado en filología hispánica. Miro a mi lado. Llega la prueba del algodón. Más que eso diría, porque de mis tres pequeños espectadores solo uno apenas roza la adolescencia con sus doce años. Los otros dos de apenas 9 y 7… (La gente me ha mirado al entrar con cierta displicencia y pena. Como quien mira a uno que tiene un abismo detrás y está a punto de caerse. «A lo mejor me he pasado un poco», pienso, pero, por oro lado, da lástima que en una obra para jóvenes los únicos jóvenes sean mis quizás demasiado pequeños espectadores). ¿Qué estarán pensando mis niños de estos «líos de mayores» que se traen los personajes? «Pero qué morro tiene ese tío», dice de pronto uno revolucionado por la descarada amoralidad de Juanito Santa Cruz. Y entonces me doy cuenta de que llevamos más de veinte minutos de obra y no había escuchado ni un susurro a mi lado. Buena señal. Les miro a los ojos. Tienen esa concentración propia de estar recibiendo información y procesándola al 200%; no pestañean. Cuando hablan o se mueven es porque no pueden más con la injusticia, la pena, la rabia, la misericordia o la empatía, por la que van transitando de la mano de los personajes de Galdós.

Y al salir, si había dudas sobre el éxito del reto que sustentan todas las producciones de LaJoven (conectar con el público joven) se diluyen todas. «Mamá, hay que suscribirse a esta compañía», dice Martín de 9 años, «y ver todas sus obras». Tristán, de 12 casi 13 años, que ya había disfrutado con una de las anteriores producciones de la compañía, Gazoline, mira a sus hermanos con una mirada de superioridad que le ahorra veralizar un «Os lo dije. Sabía que os iba a gustar». Y Nora, de 7 años, un día después, desde la serenidad que otorga el tiempo afirma que le gustó porque parecía muy realista, porque tenía (y cito textualmente) «felicidad y drama a la vez, como la vida». La obra nos ha dado para mucho. Aún hoy seguimos hablando de ella. De sus aristas, de sus claros y oscuros. De lo que está quizás aún por colocar, pero ya ha sembrado semilla en sus cabezas. Los jóvenes, y se nos olvida muy a menudo que también los niños, están deseando iniciarse en los «misterios» (o los secretos como dicen mis hijos) de la vida adulta. Y les gusta hacerlo desde esa perspectiva empírica y estremecedora que tiene el teatro, que nos hace experimentar la vida desde la comodidad de la ficción y al nivel de comprensión de nuestro punto de mira.

Ahora, yo misma como adulta, puedo ver gracias a ellos que, incluso los aspectos que me parecieron más cuestionables del montaje, como la inutilidad dramática del personaje de la adolescente Nadia (siempre en escena pero sin una funcionalidad clara para la obra hasta el momento final), fueron un acierto. Mis pequeños espectadores conectaron con el argumento a través de sus reacciones con la historia; especialmente los insultos y gestos descarados hacia Juanito Santa Cruz. Porque son las mismas reacciones que estaban luchando por contener en sus asientos. Sirva esto como aviso para los bienintencionados adultos que tratan de presentar la literatura a los adolescentes: a veces la conexión con una historia puede surgir del más simple gesto o palabra y no de nuestras esforzadas explicaciones sobre las bondades de un texto. Aquí mis pequeños espectadores fueron atrapados por la provocación de un dedo corazón y el resto lo hicieron las inmortales y universales pasiones de los personajes de Galdós y el acierto de una dramaturga y directora, Ripoll, que sabía perfectamente a quién y cómo debía contarle su historia.

Por Eva Llergo

Fortunata y Benito (online)

DATOS TÉCNICOS:

Dirección y dramaturgia:  Laila Ripoll

Escenografía: Arturo Martín Burgos

Iluminación: Juanjo Llorens

Videoescena: Álvaro Luna y Elvira Ruiz Zurita

Música: Alberto Granados

Vestuario: Ana Montes

Coreografías: Andoni Larrabeiti
Ayudantía de dirección: Héctor del Saz

Elenco: Zhila Azadeh, Cristina Bertol, Eva Caballero, Yolanda Fernández,
Julio Montañana Hidalgo, Juan Carlos Pertusa y Jorge Yumar

Vista el 17 de octubre de 2000 en el Real Coliseo Carlos III de El Escorial

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