Por Araceli Hernández y Marta Larragueta

En la pequeña y oscura sala hay una estructura, casi como si de un tenderete de mercado se tratase, con un espantapájaros en el centro. Se encuentra levemente iluminado, con los brazos caídos, y está sobre un prado grisáceo, enmarcado por una farola oxidada y apagada y un desnudo y famélico tronco. El conjunto tétrico todavía no destaca demasiado entre la negrura que inunda las cuatro paredes.

Tétrico, decíamos, y así es. Todos los elementos de la escena aparecen carcomidos y deslucidos, empezando por el lúgubre títere: una especie de calavera de tela cruzada por una mueca hilada y vestido con un maltrecho mandil que recuerda mucho a Jack en su Pesadilla antes de Navidad. Se suman a la composición unos mugrosos escombros diseminados por el desolado campo: una lata, unas zapatillas, sin duda desechadas hace mucho tiempo, una abollada regadera de latón, una sombrilla llena de polvo… Cada uno de los elementos sirve al propósito de transportarnos a una tierra baldía, desastrada y olvidada de los hombres y hasta de la propia vida orgánica.

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Si os habéis encontrado, casualmente o sin remedio, atravesando uno de esos espacios vacíos, inútiles, repudiados del cuidadoso trazado municipal, y en vuestro camino se cruza de pronto un zapato, una mochila, una bufanda, un guante… ¿No os habéis preguntando entonces, al menos por un instante, cuál habrá sido el azaroso viaje que le ha destinado a semejante lugar? Pues ese instante es, precisamente, el entorno de nuestra obra.

Hasta ahora puede sonar un tanto desalentador, pero entonces, nuestro desastrado protagonista despierta gracias a un inquieto murciélago que acude a posarse desprevenido. El espantapájaros abre los ojos y comienza a presentarnos su particular visión de este pequeño y mugriento lugar desolado; la tierra de nadie ya no está abandona. Empieza, muy coqueto él, aseándose cuidadosamente en la mañana y, con este sencillo gesto universal, consigue al instante que el espectador se haga compañero de su aventura y cómplice de su singular mirada. La escena desprende una comicidad llena de ternura y el hábil quehacer de los titiriteros (vestidos completamente de negro para quedar ocultos tras la escena) hace que nos olvidemos de estar en un teatro y entremos de cabeza en el imaginario de nuestro nuevo desarrapado amigo.

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Bajo la regadera de nuestro Jack particular, el apagado prado se vuelve verde y hasta renace una colorida rosa; también la obstinada farola termina por iluminar al protagonista. Aquí, el comentario de un pequeño espectador a nuestra espalda nos deja boquiabiertas ya que capta en seguida la ironía y la comicidad de cada escena: el espantapájaros encuentra un paraguas polvoriento, pero resulta que no llueve; se hace con unos zapatos viejos, pero no tiene pies… El caso es que nada de esto puede con el ánimo del protagonista, que logra enfundarse el calzado y se lanza a descubrir el mundo. Una lata de chatarra funciona como un brillante y descacharrante casco que lucirá orgulloso el títere con el digno aire del conquistador de su pequeña y cochambrosa parcela de tierra desdeñada por los demás. Ya lo anunciaba Kant, “en las tinieblas, la imaginación trabaja más activamente que en plena luz”.

Poco a poco, y gracias a un brillante uso de la iluminación, la música y la genuina expresividad que los virtuosos titiriteros infunden al ajado espantapájaros, nos transportan desde el roñoso paraje hasta un mundo pletórico de color y de sensaciones, imaginario tal vez, pero precisamente por eso, absolutamente ilimitado. Las carcajadas de los pequeños espectadores resuenan entre la oscuridad, pero también las muestras de inquietud.

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El mundo de ilusión y descubrimiento lleno de ingenuidad del protagonista, se ve repentinamente roto por la irrupción en escena de dos personajes. Apagan la vida del espantapájaros, que queda anulado mientras ellos observan, investigan y juzgan todo el escenario. Su decisión no deja muchas esperanzas y nos quedamos perplejos mientras les vemos rodear toda la parcela con una cinta amarilla para prohibir el paso y plantar un cartel demoledor: propiedad privada. La angustia y la tensión están servidas y muy bien manejadas de nuevo con el juego de luz, música e incluso humo; algún pequeño espectador vivió momentos de agobio, hasta que el final de la obra dejó la vía abierta para una lectura algo más esperanzadora: el sol volverá a lucir, no hay que darlo todo por perdido.

Noone’s Land es un canto a la ilusión pero que no renuncia a transmitir las dificultades y la angustia que a veces irrumpen en el camino. Sin caer en moralejas evidentes, ni en el trillado adoctrinamiento ecológico, nos recuerda cómo es posible encontrar belleza entre los escombros, optimismo en la soledad, aliento en los diluvios universales…. No es una fábula fácil (y es probable que el pequeño espectador lo capte mejor que los acompañantes adultos), pero en su directa sinceridad, en su asombrosa capacidad para volver tierno y animoso lo tétrico, puede descubrirnos cómo el mundo, inhóspito y árido en ocasiones, sin duda es meritorio de nuestro esfuerzo. Un mensaje que llevan trasladando de un teatro a otro durante varios años ya y que, desde nuestra humilde reseña, aplaudimos con fervor.

Por Araceli Hernández y Marta Larragueta

 

FICHA TÉCNICA

Concepción: Merlin Puppet Theatre

Director: Dimitris Stamou

País: Grecia/Alemania

Diseño y Vestuario de las marionetas: Dimitris Stamou, Demy Papada

Manipulación: Demy Papada, Dimitris Stamou

Escenografía: Merlin Puppet Theatre

Iluminación: Merlin Puppet Theatre

Compositor: Konstantinos Stamou

Lugar: Teatro Valle Inclán, el 19 y 20 de enero de 2019

Duración: 45 minutos